La clave
El asesinato de Ernest Lluch
Albert Sáez
Director de EL PERIÓDICO
Soy periodista. Ahora en EL PERIÓDICO. También doy clases en la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
ALBERT SÁEZ
Al primer ministro socialista de Sanidad, Ernest Lluch, los funcionarios le apodaron «el abominable hombre de las 8». Su impronta de persona trabajadora y madrugadora le permitió en muy poco tiempo dejar huella en el sistema español de salud al consagrar el derecho universal a la asistencia sanitaria y desvincularla de la cotización a la Seguridad Social. Fue uno de esos momentos en que los ciudadanos con DNI español notaron fehacientemente que la democracia que pactaron con los tardofranquistas les permitía efectivamente ingresar en la primera división europea.
La medida tenía mucho más trascendencia que la proclamación retórica de un derecho. Cientos de miles de españoles -y sobre todo de españolas- que nunca habían tenido derecho al trabajo se emancipaban de sus cónyuges en cuanto al acceso a la sanidad pública, y lo mismo pasaba con los hijos, que ya no dependían de los padres en este aspecto y podían volar del hogar paterno más fácilmente. La sanidad pasó a pagarse con el recién estrenado en aquellos años impuesto sobre la renta, un caso de modernidad.
Regreso al blanco y negro
En esta regresión que el PP inició desde su retorno al poder de la mayoría absoluta, hace un par de años ya se empezó a vincular de nuevo la sanidad con la cotización. Se dijo entonces que era para evitar que los inmigrantes fomentaran el turismo sanitario de sus familiares y para expulsar de la sanidad pública a aquellos que eran tan ricos como para no pagar impuestos. Los médicos alertaron del riesgo sanitario de dejar fuera de cobertura a inmigrantes sin papeles, víctimas colaterales de los abusos de algunos. Pero ahora el ministerio vuelve al ataque y pretende -de tapadillo y en la letra pequeña del BOE- dejar sin cobertura a los emigrantes -es decir, a ciudadanos españoles- que pasen más de tres meses fuera del país, exceptuando a los parados y a los estudiantes reglados. Un ejercicio de auténtico cinismo en un país incapaz de ofrecer empleo a uno de cada cuatro de sus habitantes abocándolos a buscarse la vida por esos mundos. Tratar como privilegios lo que son derechos es impropio de las democracias.
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