La codicia de los pobres
El autor recuerda al dibujante Martin Veyron y habla de su primer álbum en ocho años '¿Cuánta tierra necesita el hombre?'
Ramón de España
Periodista
RAMÓN DE ESPAÑA
El dibujante francés Martin Veyron (Dax, 1950) se prodiga poco últimamente, pero siempre le agradeceré haberme alegrado la juventud con las aventuras de su personaje Bernard Lermite (1979-1993), un pusilánime encantador -en francés, un 'bernard lermite' es un cangrejo ermitaño- cuyo lema era "La vida no se ensaña contigo si te rindes".
El pobre Bernard tenía serias dificultades para entender el funcionamiento del mundo y se deprimía con frecuencia -en una ocasión llegaba a comer puré de patatas poniendo el cazo con los polvos bajo el agua caliente del grifo de la cocina; en otra, se colaba en un supermercado con un abridor de botellas y se zampaba las cervezas in situ-, mientras buscaba el amor, o algo parecido, con una ingenuidad desarmante. El resultado era siempre hilarante, aunque hubiera un poso de fatalismo muy notable en la propuesta. Uno de sus álbumes se titulaba, 'Personalmente, no pienso tener hijos (pero los míos que hagan lo que quieran)'.
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Llevaba años sin saber nada del señor Veyron cuando me topé en la mesa de novedades de una librería con su primer álbum en ocho años, '¿Cuánta tierra necesita un hombre?', premio especial del jurado en la última edición del festival de Angulema y publicado entre nosotros por Norma Editorial. Se trata de la adaptación de un relato de Tolstoi ambientado entre los mujiks de la Rusia zarista y constituye una muy triste reflexión sobre la codicia fruto de la pobreza: un campesino se entera de que hay una región cuyos habitantes tienen muchas tierras y las regalan a quien se porta bien con ellos; el hombre emprende el viaje y descubre que la oferta tiene un truco funesto, que no desvelaré para no incurrir en el siempre molesto 'spoiler'.
Veyron sigue siendo el desencantado de siempre, pero en esta ocasión ha prescindido de su arma habitual, el humor, y del hábitat acostumbrado, el París contemporáneo. El resultado es impecable, aunque provoque cierta tristeza en el lector: sin el prisma del humor, la vida es un drama y los seres humanos, unos sujetos patéticos que van por ahí dando tumbos. Como el bueno de Bernard Lermite, pero sin buscar ya ni el consuelo de lo grotesco. Tras su lectura, tuve que buscar el álbum del que no piensa tener hijos, pero que los suyos hagan lo que quieran.
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