La nueva situación política española

Que el cambio sea creíble

Las ciudades tenemos que poder gastar, al menos, lo que ingresamos. Pero también necesitamos más recursos y competencias

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ilustracion de leonard beard / periodico

Gerardo Pisarello

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La salida del PP del Gobierno ha sido una indudable bocanada de aire fresco. De repente, temas bloqueados durante mucho tiempo han ganado un sitio en la agenda. Universalización de la sanidad, memoria histórica, feminización de la política, refugiados. En todos las ciudades hemos sido precursoras. Al límite de nuestras competencias y de nuestros magros recursos. Quizá por eso muchos sentimos la moción de censura como propia. Y quizá por eso, también, pensamos que cualquier cambio digno de ese nombre debe poder revertir el maltrato que el municipalismo ha sufrido en estos años.

Mientras fue alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall no se cansó de denunciar que los ayuntamientos habían sido sistemáticamente marginados del reparto de recursos, tanto por el Estado como por las comunidades autónomas. De hecho, se pasó la vida exigiendo una nueva descentralización que incluyera al gobierno local y un reparto del gasto de al menos 40-30-30. Su propuesta, sin embargo, nunca llegó a concretarse. Es más, con la excusa de la crisis, los ayuntamientos se han visto expuestos a un ajuste brutal, y su participación en el gasto no ha superado nunca el 13%, el mismo porcentaje que existía… ¡durante el tardofranquismo!

Las transferencias de recursos del Estado

La situación es kafkiana y dantesca a la vez. A diferencia del Gobierno central y de los autonómicos, los ayuntamientos hemos saneado nuestras cuentas, hemos reducido deuda y déficit y hemos pagado en tiempo a nuestros proveedores. Desde 2010, sin embargo, las transferencias de recursos del Estado a las ciudades han caído a la mitad. Se nos ha impedido contratar maestras, policías, jardineras, ingenieras, imprescindibles para prestar servicios públicos de calidad. Y se nos ha forzado a generar superávits que debíamos destinar a pagar deuda a los bancos o que podían acabar inutilizados en un cajón.

Hemos saneado, nuestras cuentas,  a diferencia del Gobierno
central y de los autonómicos, y hemos pagado a tiempo a nuestros proveedores

El despropósito es mayúsculo. El exministro de Hacienda Cristóbal Montoro, de hecho, pasará a la historia por haber asfixiado a los ayuntamientos con un corsé que el mismo fue incapaz de autoimponerse. Con el PP, la deuda pública se disparó del 70% a casi el 100% del PIB. Y sin embargo, las castigadas hemos sido las ciudades. En 2017, los municipios españoles generaron casi 7.000 millones de superávit. Sin los grilletes de Montoro, ese dinero podría haber ido a financiar equipamientos y obras públicas imprescindibles para atender necesidades ciudadanas impostergables. Obviamente esto no puede seguir así. Si el Gobierno quiere ser creíble tiene que asumir con valentía el reto de invertir en las ciudades y en su gente. Y aquí la diferencia entre Montoro y la nueva ministra Montero no puede ser de solo una letra.

Las ciudades tenemos que poder gastar, al menos, lo que ingresamos. Pero también necesitamos más recursos y competencias. Tenemos que poder recargar el IBI, por ejemplo, cuando se mantengan pisos injustamente vacíos. O conseguir que la Iglesia cumpla con sus deberes tributarios como muchas otras entidades y vecinos. O fiscalizar que las grandes eléctricas paguen lo que corresponde cuando usan el espacio público. Eso exige que se desarrollen leyes existentes y que se cambien algunas. Pero se puede hacer.

Grandes pelotazos y plusvalías

Durante mucho tiempo, los ayuntamientos favorecían grandes pelotazos para poder recaudar algo en materia de plusvalías, ya que era uno de sus pocos ingresos. Tampoco esto puede seguir así. Que caigan o se eviten operaciones especulativas debería ser una buena noticia. Y si esto supone dejar de ingresar lo previsto en materia de plusvalías, como ocurre en Barcelona, el Gobierno debería compensarlo, evitando que por ello se dejen de construir escuelas infantiles, bibliotecas o de mejorar centros cívicos.

La lista de reformas posibles, en realidad, es inacabable. ¿Queremos las ciudades integrar y garantizar derechos básicos a quienes huyen del horror y buscan refugio? Claro que sí. Pero necesitamos que el Gobierno cree un fondo de acogida para no tener que asumir solas este deber de solidaridad. ¿Queremos desarrollar planes de ciencia e innovación, garantizar urbes sostenibles y respirables, evitar que se expulse a los vecinos de sus barrios? Por supuesto. Pero para eso hace falta que la inversión en I+D llegue también a las ciudades, que España deje de ser el único país europeo sin una ley estatal de financiación del transporte público, o que el Gobierno ponga límites de una vez a los alquileres abusivos reformando la ley de arrendamientos urbanos.

Las ciudades, sus áreas metropolitanas, necesitan un reconocimiento constitucional, europeo e internacional a la altura del siglo XXI. Por una razón sencilla: porque invertir en el derecho a la ciudad, en la democracia de proximidad, es la única alternativa realista al 'sálvese quien pueda' neoliberal y a las respuestas populistas xenófobas. Ahora que nos hemos librado del PP, que comenzamos a respirar más tranquilos, tenemos una gran oportunidad para hacerlo.