Al contrataque

No mientas

Me parece que las mentiras de Dios son tan enormes que solo pueden ser un invento muy pero que muy humano

Un muslmán lee el Corán en la Gran Mezquita de Estrasburgo, tras los atentados contra el semanario 'Charlie Hebdo'.

Un muslmán lee el Corán en la Gran Mezquita de Estrasburgo, tras los atentados contra el semanario 'Charlie Hebdo'. / PATRICK HERTZOG / AFP

Najat El Hachmi

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Hay días en que añoro a Dios. Un ser omnipotente, omnipresente, que está por encima de todos nosotros, de las miserias humanas y los acontecimientos absurdos que nos rodean. Añoro el superhéroe que todo lo ha creado, que ha sido capaz de idear la belleza más conmovedora y las atrocidades más terroríficas, que está en todas partes, que todo lo sabe, hasta nuestros pensamiento más recónditos. Sí, hay días en que echo de menos una fuerza superior que dote de sentido una realidad donde la inverosimilitud campa a sus anchas. Me acuerdo de cuando creía en Dios, en la tranquilidad que daba saber que todo tiene una razón aunque nuestras mentes limitadas no estén preparadas para entenderla, en la seguridad que da poderte dirigir a alguien desconocido y etéreo pero con superpoderes y rogarle que se apiade de ti, que te ayude en las situaciones más terribles, que te ampare.

Creo que empecé a dudar de la existencia de Dios cuando empecé a escribir. Antes había pasado por una etapa mística durante la que quería ser una creyente ejemplar. Este concepto no existía en el contexto donde crecí, pero mi familia entró en contacto con hombres piadosos que nos explicaron que hasta entonces lo habíamos hecho todo mal, que nuestras prácticas eran muy laxas. Y de alguna manera nos insinuaron que si nos habían pasado cosas terribles era porque no nos habíamos esforzado bastante en la adoración de aquel ser supremo que no quería otra cosa que nuestro bienestar.

A mí los libros de instrucciones siempre me han fascinado. Son seguros, son claros, los lees, haces lo que dicen y todo va bien. Por ello la aparición de aquellos nuevos creyentes que sabían lo que había que hacer de manera precisa me cautivaron. No cantes villancicos, no enseñes los muslos, no mientas. Es más, por cada mentira que digas Dios dejará de escucharte durante 40 días. Uf, un castigo un poco exagerado, ¿no? Yo preguntaba y repreguntaba: ¿todas las mentiras valen igual? ¿Y las piadosas? ¿Y las que dices para que te dejen en paz? Y lo más importante: si dices mentiras para contar una historia, si lo haces para decir la verdad que no puede ser dicha sin más, ¿es también mentir? La respuesta fue tan tajante que creo que fue entonces que mi fe se empezó a resquebrajar. No se dicen mentiras y punto.

Y ahora me parece que las mentiras de Dios son tan enormes que solo pueden ser un invento muy pero que muy humano. Alguien que llevó hasta el extremo el don de estremecer las almas con la palabra e inventó textos y dijo que eran sagrados. Y que cualquiera que no creyera en su carácter divino sería condenado al fuego eterno. Y esta hipérbole, esta imagen inconmensurable pone en evidencia al autor. No hay que saltarse la regla más básica y sagrada del escritor: que lo que cuente sea creíble.