El modelo de ciudad

Barcelona o el desastre

Da la impresión de que el destino de la ciudad ya está escrito, y es un trayecto inevitable hacia la despersonalización y la entrega rendida al turismo

Ada Colau tras firmar el acuerdo para la vivienda social.

Ada Colau tras firmar el acuerdo para la vivienda social. / periodico

Jordi Puntí

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Hace unos años leí 'La venganza de la Tierra', de James Lovelock, uno de los primeros científicos que plantearon el cambio climático. Lovelock decía que el mal que el hombre ha causado a la Tierra ya es irreparable, y que todo lo que se pueda hacer ahora --y que hay que hacer-- servirá solo para ralentizar el camino hacia el desastre, pero en ningún caso podremos detener el cambio climático. Era un acto de realismo positivo dentro del pesimismo. Pues bien, a menudo tengo la sensación de que, al hablar del futuro de Barcelona, nos movemos en un territorio similar. Da la impresión de que el destino de la ciudad ya está escrito, y es un trayecto inevitable hacia la despersonalización y la entrega rendida al turismo. Todo lo que hagamos a partir de ahora es solo para frenar esa agonía, pero difícilmente la pararemos del todo.

En este contexto hay que entender como una gran paso la normativa aprobada en el Ayuntamiento de Barcelona, con los votos de Barcelona en Comú, ERC, PSC, Demòcrates y la CUP, para destinar a vivienda social un 30 por ciento de los pisos que se construyan o --detalle importante-- que se rehabiliten. Los sectores privados del urbanismo ya han levantado la voz para quejarse, y no creo que les beneficie esa demagogia de criticar, precisamente ahora, la indecisión de la administración a la hora de construir vivienda pública, o el aumento del precio de los alquileres --como si nada tuvieran que ver la especulación privada de los fondos de inversión y la codicia de muchos propietarios.

Es probable que Barcelona ya esté perdida, pero no hay que rendirse. Hace unos días, en ocasión del Día Orwell, la periodista Masha Gessen dio una conferencia en el CCCB en la que defendía la necesidad de la imaginación para ampliar la democracia. Una imaginación, decía, que debe prever la catástrofe y al mismo tiempo la esperanza, y que es útil para desarmar los poderes que nos quieren pasivos. Esta imaginación radical es la que ha hecho dar ese primer paso en Barcelona. Ratificarlo, por parte de la Generalitat, debería ser un ejercicio de optimismo.