Peccata minuta

Sin previo aviso

La justicia lenta -dicen- no es justicia, pero Barcelona sigue siendo buena si la bolsa -¡clinc, clinc!- suena

Nuevos bolardos jardineras en Porta de la  Angel

Nuevos bolardos jardineras en Porta de la Angel / periodico

Joan Ollé

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El Excelentísimo Ayuntamiento de Barcelona acaba de embargarme tres mil y pico euros de mi cuenta corriente. Y no puedo decir “sin previo aviso” ya que, según él, el Ayuntamiento, fui advertido repetidamente, cosa de la que no tengo constancia certificada ni él se ofrece a brindármela. Al poco de recibir la puñalada me puse en contacto con una voz que me hizo saber que mi morosidad se debía a no haber abonado la recogida de basuras a lo largo de... ¡10 años! Y cuando quise saber más, la voz me comunicó que era cosa de ordenadores, de alarmas programadas, del sistema, vaya.

No me niego a pagar mi porquería, a pesar de que me toque anualmente apoquinar lo mismo por los cuatro papeles y algún boli sin tinta en la papelera de mi minúsculo despacho que lo que abona el histórico restaurante sobre el que vivo por sus toneladas de basura maloliente. Suerte que ya había comprado los billetes de vacaciones, porque, de lo contrario, la señora Colau y los que la precedieron nos habrían conminado a pasar el agosto encerrados en casa, olfateando ruido y mierda ajena. ¿No podrían haberme embargado pasados cinco años, cifra lorquiana, y no diez? No, porque la multa, mi década de multa con un 100% de recargo, les servirá para sufragar alegres campañas sobre lo eficaces que son.

Nuestro actual ayuntamiento no tiene prisa alguna: puede pasarse un año ignorando una denuncia por ruidos y malos olores, y todavía otro año sin comprobar que estos ensordecedores ruidos nocturnos hayan cesado: la justicia lenta -dicen- no es justicia, pero Barcelona sigue siendo buena si la bolsa -¡clinc, clinc!- suena.

Vivo en Ciutat Vella, muy cerca del portal del Àngel -ahora de Belzebú y los mercaderes de los templos gaudinianos-, pero a los cuatro gatos resistentes de mi calle -el relojero, los de la ropa moderna, el sastre, el Quim y los del restaurante amigo donde todos desayunamos-  nos encantó que,  según orden municipal del 2013 y a los acordes de la campaña 'Comerç al carrer', nuestros establecimientos pudiesen salir unas pocas veces al año de sus cuatro paredes y ofrecer sus productos a pleno sol, como en cualquier otra ciudad mediterránea que se quiera a sí misma y a sus paseantes.

Pues resulta que, después de cinco años de alegría- otra vez Lorca-, el pasado 6 de junio -esta vez sí, sí, sí, sin previo aviso- la policía de Colau desenfundó su bloc de multas ante 12 de mis perplejos vecinos restauradores. ¿El motivo? Que los bares y comederos de mi calle y alrededores, por capricho de no se sabe quién y a partir de no se sabe cuándo, solo podían sacar... ¡una, sí, una, solo una mesa a la calle! El consuelo es que si pagabas a tocateja, aún con la rabia en los ojos, la multa disminuía un potosí. Y todos pagaron, todos pagamos.