Un clásico del Born
Elegía para un cruasán
La pastelería Brunells, en la calle de Princesa -esquina con Montcada- de Barcelona, se ha añadido a la plaga de los comercios de toda la vida que han tenido que cerrar
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Ha ocurrido este verano, sin hacer ruido. Se fueron de vacaciones y ya no han vuelto a abrir. La pastelería Brunells, en la calle de Princesa -esquina con Montcada- de Barcelona, se ha añadido a la plaga de los comercios de toda la vida que han tenido que cerrar. La historia se repite con escasas variaciones: un contrato de alquiler que caducaba el año que viene, un maestro pastelero que se jubilaba y, sobre todo, las dificultades para mantener un nivel de calidad y precio en un barrio -el Born- que va perdiendo su personalidad por la presión del turismo.
La pastelería Brunells estaba en la calle de Princesa desde 1852, primero como panadería y desde principios del siglo XX como obrador de pastelería tradicional. Habrá quien recuerde el largo escaparate con los cristales biselados, ofreciendo las especialidades de la casa: las rocas de Montserrat (merengue con avellanas), las virutas de San José (chocolate negro con almendras). Desde hace ocho años yo iba allí a tomar el café, y ya lo echo de menos. Coincidía con los vecinos del barrio y con los trabajadores del Museu Picasso. También con algunos turistas, que se entregaban a los festivales dulces y tomaban fotos pintorescas.
A mí me gustaban sus cruasanes. Los hacían con manteca, como debe ser. Durante una época hubo un debate intelectual que enfrentaba a los cruasanes de manteca y los de mantequilla, a la francesa. Entonces llegó una especie invasora —los cruasanes precongelados— y liquidó la disputa. En los últimos tiempos alrededor de Brunells habían abierto varias franquicias de esas que cobran los cruasanes y otras pastas (precongelados) casi a precio de coste: con la crisis la gente fue perdiendo el paladar.
Las cifras dicen que este año había bajado el turismo, pero en las calles del barrio no se notaba. La sensación, en todo caso, es que ha bajado la calidad del turismo, su poder adquisitivo. Gastan menos. Ahora hay más despedidas de soltero; más gritos de madrugada en las calles; más locales para comer sin pensar. Barcelona ya es una ganga.
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