Al contrataque

Sánchez-Lesmes, final de Copa

Pedro Sánchez ha tenido que reaccionar haciéndole jaque a Carlos Lesmes para que la opinión pública sepa que, aunque sea con una minoría frágil, el presidente del Gobierno todavía es él y no el del Tribunal Supremo

El presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes

El presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes / JOSÉ LUIS ROCA

Antonio Franco

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De repente, en el peor momento, muy poco antes de que se celebre un juicio del que depende buena parte de la convivencia interior futura de este país, los españoles que todavía no lo sabían han descubierto que tenemos una justicia sin credibilidad. Hay muchísimos jueces y funcionarios serios y honestos, pero su élite, la que actúa como poder del Estado y toma las decisiones trascendentes, no representa a la España moderna y plural y persiste en querer mantenernos como diferentes respecto a los países de nuestro entorno.

¿Qué le pasa a esa cúspide judicial? Es sencillo: vive a la madrileña compartiendo manteles, influencias, confortabilidades  y complicidades con los intereses de la crema más conservadora del país y los del mundo financiero. Y muchos años después continúan en cruzada, empujando para que pase únicamente lo que "ahora conviene" según su criterio. Sus miembros son herederos de una casta retrógrada que supo enquistarse y sobrevivir a pesar de lo que hizo durante el franquismo, y ha ido perpetuándose después, como cerezas entrelazadas, sin haber sido elegidas democráticamente de una forma clara y directa para ello.

En el fondo, la situación da la razón a quienes opinan que los Urdangarín, Rato, Bárcenas y compañía que penan cárcel son simplemente los culpables que el régimen judicial no ha tenido más remedio que sacrificar para que perdure su  viejo modelo. Pero con lo del impuesto hipotecario, el Tribunal Supremo ha desbordado sus propios límites al forzar bajo los focos y sin disimulos una vergonzante marcha atrás. Ha disimulando muy poco que no ha querido aplicar la justicia que merece la gente de la calle por las consecuencias que eso tendría para nuestro ¿pobre? sistema bancario. El escándalo ha sido descomunal en un país que aún no se ha restablecido del austericidio que le aplicaron para poder trasvasar 77.000 millones de euros a las entidades financieras que se hundían por sus propios errores. La situación es tan dramática que Pedro Sánchez ha tenido que reaccionar haciéndole jaque a Carlos Lesmes para que la opinión pública sepa que, aunque sea con una minoría frágil, el presidente del Gobierno todavía es él y no el del Tribunal Supremo. Estamos en el necesario pulso democrático de la legitimidad de los poderes que tenemos pendiente desde que Franco está muerto pero muchos de sus vivos insisten en administrar sus variadas herencias.

Hay una coincidencia. El tribunal internacional de Estrasburgo ha condenado a España por no haberle hecho un juicio justo a Arnaldo Otegi y con daños ya no reparables. Es un aviso. Nuestra justicia, desacreditada, pone a prueba a este país, pero la justicia internacional democrática ya la está vigilando a ella. Nos persigue una vieja duda: ¿quedó todo realmente atado y bien atado?