Al contrataque

La xenofobia que viene

Toca abrir un debate sensato sobre la migración. Y que los sabios del pensamiento democrático nos ayuden a diseñar una alternativa digna al buenismo y a la intolerancia total

Inmigrantes rescatados en aguas del Estrecho tras su llegada al puerto de Tarifa

Inmigrantes rescatados en aguas del Estrecho tras su llegada al puerto de Tarifa / JON NAZCA

Antonio Franco

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Ahora que casi todo el mundo considera la migración como la gran plaga de Egipto que amenaza la prosperidad e incluso la vida de las sociedades confortables, el pensamiento democrático fracasa estrepitosamente al buscar ideas para abordarla. Quizá ocurre porque hasta ahora solo se desea limitarla y no encarar su complejidad. Necesitamos un senado de demócratas sabios para algo dificilísimo: reformular algunos principios. Por doloroso que sea debemos revisar desde el humanismo, de forma pragmática, lo que hasta ahora hemos definido como los derechos humanos sin límites. El buenismo es utópico y nos está destruyendo. Ese buenismo del “que vengan todos los que necesitan huir de sus patrias y ya veremos cómo les haremos sitio” es suicida y los ciudadanos occidentales -incluso los progresistas- lo rechazan en las urnas. Por reacción, crece la adhesión popular a la xenofobia pura y dura de la extrema derecha, y sus líderes además rebasan ese mandato de rechazo y encima impulsan un regreso más general al autoritarismo.

Hay que replantear esquemas. Dan mucho que pensar los experimentos que se ensayan para asentar lo que podríamos denominar 'la xenofobia moderna'. Comentaré dos. En Birmania se consolida la existencia de pequeños enclaves territoriales solo para budistas por, digamos, la voluntad democrática de sus habitantes. Proclaman que desean conservar sus formas de vida de siempre y excluyen explícitamente a los musulmanes; consideran que el contacto cotidiano con su manera de ser degradaría la suya; y les invitan a que hagan enclaves musulmanes si quieren, como argumento. En Alejandría, por su parte, ya es ley que para defender su primera industria, el turismo, las principales playas de la ciudad son solo para los extranjeros. Nuestra supervivencia depende, dicen, de que “ellos”, los que nos traen el dinero, puedan mantener su estilo playero semidesnudo a salvo de las miradas locales que tanto les molestan y tanto les empujan a irse hacia otros lugares.

No seamos hipócritas. Eso que nos choca tanto tiene el mismo calibre que lo que empiezan a bendecir en Europa los líderes políticos que hemos elegido incluso donde no gobiernan los ultras: crear y financiar en otros continentes campos de aparcamiento (no los quieren denominar “de concentración”) de los migrantes que aspiran a venir al nuestro. Que esperen allí, fuera, lejos, a ver si consiguen papeles para entrar. O lo de prohibir que los extranjeros pidan limosna, en vigor en Dinamarca. Sus perfiles éticos e ideológicos son como lo de los birmanos y alejandrinos. Toca más pensar en ello que condenarlo sin más, pero sobre todo toca abrir un debate sensato. Y que los sabios del pensamiento democrático nos ayuden a diseñar una alternativa digna al buenismo y a la intolerancia total.