ANÁLISIS
Sánchez y compañía en la España líquida
En la posmodernidad los "intereses" son "incentivos". Y solo Ciudadanos los tiene para precipitar las elecciones
Enric Hernàndez
Director
Director de EL PERIÓDICO desde el 2010 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona. En 1998 se incorporó al diario como redactor jefe de Política en Madrid. Un año más tarde, asumió la jefatura de la delegación y, en el 2006, fue nombrado subdirector. También trabajó en 'El País' como director adjunto y en el diario 'Avui', donde inició su carrera profesional.
Enric Hernández
A finales de los 90, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman acuñó el concepto de la «modernidad líquida» para describir la era que se avecinaba. Esa posmodernidad democrática de valores volubles y principios reversibles, donde la reflexión cede paso a la improvisación, alcanza su máximo exponente en la política española y sus terminales mediáticos.
El jueves, un editorialista festejaba el pacto presupuestario porque apuntalaba al debilitado Gobierno del PP como dique de contención ante en «desafío catalán»: «Castigar a Mariano Rajoy castigando a la vez a todos los españoles no es buena política (...) Hay que saludar que España salvaguarde su estabilidad, aun de forma precaria.» Tan precaria que solo 48 horas más tarde, tras la anunciada condena del PP por el 'caso Gürtel', la misma cabecera desdeñaba la moción de censura del PSOE y exigía elecciones anticipadas. El pulso independentista desaparecía de la ecuación.
Pedro Sánchez nunca tuvo buena prensa en Madrid. La derecha mediática, la oficial y la encubierta, puso precio a su cabeza hasta que al final se la cobró, y no le perdonó que, contra todo pronóstico, regresara a Ferraz aupado por las bases del PSOE. Con estos frágiles mimbres, y con tan solo 85 diputados de 350, Sánchez se propone conquistar la Moncloa antes de convocar unas elecciones sin fecha fija. Y, paradójicamente, no es seguro que fracase en su empeño.
En la política líquida, a los intereses electorales se les denomina, de manera eufemística, 'incentivos'. Pues bien, para diagnosticar la viabilidad de la moción de censura a Rajoy, frente a la de un eventual anticipo electoral, es preciso analizar los incentivos de cada alternativa para los distintos actores políticos.
Encuestas en mano, y con más juicios por corrupción en ciernes, Rajoy, cuerpo flotante en la España líquida, tiene más motivos que nunca para hacer lo que suele: nada, esperar y ver, hacerse el muerto. Precipitando las elecciones escribiría su epitafio político, mientras que un fracaso del heteróclito frente opositor le permitiría llegar al 2020 y repetir como candidato.
El líquido Albert Rivera preferiría que el sólido Rajoy siguiera hundiéndose en el lodazal de la corrupción, pero sostenerlo tras la condena de la trama Gürtel emborronaría su dialéctica regeneracionista. De derrocarlo junto a la izquierda y encumbrar al Sánchez del «no es no» espantaría al voto conservador. No hay opción buena. La menos mala, elecciones pasado mañana.
TRILEMA INDEPENDENTISTA
Todo lo contrario que el líder del PSOE, el único con fuerza parlamentaria para deponer a Rajoy pero que necesita pisar la Moncloa un tiempo para desmentir a las encuestas. Podemos, su aliado (circunstancialmente) incondicionalPodemos, no quiere ver urnas ni en pintura, mientras que ERC y PDECat afrontan un trilema diabólico: vengarse de Rajoy, investir al Sánchez del 155 o arriesgarse a entregar el poder a Rivera.
La gran incógnita es el PNV. Aliado del socialismo vasco, no quiere catapultar a Ciudadanos, ni ser el salvavidas de Rajoy, ni arriesgar las regalías que le ha arrancado. Suya será la última palabra en esta España que, de tan líquida, casi parece gaseosa.
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