Vísperas de la fiesta de Sant Jordi

La antítesis de la venta

La industria del libro se equivoca al creer que todos los escritores tenemos visión para el negocio

ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE

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Cuando tenía 18 años quería ser actriz, pero mi padre me dijo que no fuera actriz. Bueno, esto quizá no sea exactamente así porque con muchísimo miedo hice las pruebas de ingreso en la escuela de arte dramático. No me admitieron. También hice un curso de oyente y eso fue la puntilla. Me asustó tanto el trato que el director daba a los actores que me dije esto no es para mí y abandoné para siempre. Luego me licencié en una carrera de letras que jamás ejercí y después di tumbos de un empleo a otro hasta que hice un curso de guion y encontré mi vocación. Me presenté a varias becas para estudiar en EEUU y me rechazaron, pero esta vez mi padre me dijo que era normal y que perseverara. Tenía razón y al curso siguiente pude marcharme. Para entonces él había muerto inesperadamente, pero yo estudié lo que me aconsejó, no escritura, que era de lo que me sentía capaz, sino producción, que, ahora me doy cuenta, es lo que había estudiado él en la Escuela de Cine de Madrid en los años 60. Me convenció de que la producción era el complemento perfecto para el guionista porque aprendes lo que hacen todos los oficios del cine y tienes una mirada completa sobre el proceso y el lenguaje, pero, sobre todo, porque tendría la gran ventaja de que podría producir mis propios proyectos y no dependería de otros. Lo que no me dijo es que para ser productor hace falta algo muy importante de lo que carezco: espíritu emprendedor, capacidad de venta, visión para los negocios y convicción.

Ahora que han pasado tantos años y tengo la edad que mi padre tenía cuando me aconsejaba sobre mi futuro, me percato de dos cosas: una, que su apoyo moral fue fundamental para que yo avanzara en un camino y abandonara el otro (quién sabe si se equivocó, mira que si tenía madera) y dos, que ese sendero que tomé apoyada por él, el de la producción, no me sirvió de mucho. En la escuela de cine odié la especialidad que había elegido. Yo estaba hecha de otra pasta.

Mi hija cumple años el 23 de abril, por lo que nunca falto de casa, pero el año pasado yo era finalista del Planeta, así que en Barcelona me planté para mi primer Sant Jordi. Aunque es maravilloso ver las calles tomadas por libreros, lectores y floristas celebrando con total entrega la lectura, en lo personal resultó una de las experiencias profesionales más angustiosas de mi vida. ¿Por qué? Porque sentí que había vuelto al principio, a aquel curso en que me equivoqué de senda. Percibí que la industria del libro quiere, como mi padre, que los que escribimos seamos ahora, además de creadores, vendedores ambulantes, relaciones públicas, actores que interpretan su propia obra, maniquís que se exhiben en una tarima, seductores de viandantes, publicistas. No les faltan razones: la crisis azota al sector, la transformación del papel al digital trae más pérdidas que ganancias, es muy difícil hacerse un hueco publicitario en un mundo saturado de información… La lista de motivos es larga. Pero la industria del libro, como mi padre con todo su cariño, se equivoca. Por lo general quienes sentimos la necesidad de pasar las horas encerrados cavilando, inventando y dándole a la tecla en completa soledad, carecemos de cualidades como espíritu emprendedor, capacidad de venta, visión para los negocios y convicción. De ahí la sensación de violencia que tuve toda la jornada de Sant Jordi brincando de un puesto a otro por las calles de Barcelona. Estaba haciendo todo lo que es contrario a mi naturaleza, me sentía una impostora en una farsa en la que ni creía ni tenía que ver con los destinatarios de mi escritura. Donde quiera que se hallen y sean quienes sean, me siento unida y vinculada a esas personas desconocidas para las que escribo, pero no sé pescarlos a lazo en la vía pública. Hay ocasiones más propicias para encontrarnos y charlar en bibliotecas, librerías, clubs de lectura. Allí es emocionante y natural. Comunico y no siento que estoy fracasando en la tarea que me han encomendado: vender.

No nací para vender, ni para productora, ni comerciante. No soy un guerrero que se echa a la calle por las mañanas y desgasta sus zapatos hasta que alguien compra su producto. Mi padre sí. Era muy bueno. Mi bisabuelo también. Trabajaba en el sector textil y de la mercería. Llegó a presidir la Cámara de Comercio de Burgos allá por los años de Mari Castaña. Como no valgo ni para lo uno ni para lo otro, admiro y venero a comerciales, distribuidores, jefes de redes de ventas. Sin ellos mis libros y mis películas nunca llegarían a las manos y los ojos de sus destinatarios. Les estoy agradecidísima, poseen habilidades que me faltan. Pero por favor, señores editores, piénsenlo dos veces antes de poner a un soso y panoli escritor en un puesto a despachar libros. Por regla general, somos la antítesis de la venta.