La crisis helénica

Angustias griegas

La victoria de Syriza es la del mal menor y legitima de momento el cambio de rumbo de Tsipras

ALBERT GARRIDO

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¿Por qué ganó Syriza con rotunda claridad las elecciones legislativas griegas del día 20? ¿Por qué las encuestas fueron incapaces de detectar siquiera aproximadamente una victoria tan amplia? ¿El triunfo de Alexis Tsipras fue el de un nacionalista resistente, el de un resistente exhausto, el de un izquierdista convertido a la socialdemocracia o el de un realista resignado? ¿Qué secretos encierra el resultado? ¿Puede explicarse todo con el dato de la abstención -casi el 44%-, con el crecimiento exponencial de los defraudados de todos los bandos, sometidos durante meses a un régimen intensivo de ducha escocesa?

No es suficiente decir que se acabó la política de las emociones -derrota sin paliativos de Unidad Popular, la escisión del ala más radical de Syriza- y se ha impuesto la de los datos empíricos: las deudas del país, las exigencias de la UE y los compromisos adquiridos por Tsipras para lograr un tercer rescate de 86.000 millones de euros. Los datos son, en efecto, demoledores, los recortes-reformas que el Gobierno debe afrontar los próximos meses provocan mareo con solo enunciarlos y la repercusión que tendrán en la vida cotidiana parece insoslayable, pero en el referéndum de julio ganó el no a más y mayores padecimientos.

«Ahora hay que despertar. Solo que, en lugar de poner el despertador, os despiertan a patadas», dice un personaje secundario de la novela Con el agua al cuello, de Petros Márkaris. Y la novela se publicó en el 2011, dos rescates antes del negociado este último verano, asimismo con el agua al cuello. El guion de aquí a que acabe el año incluye una docena de recortes-reformas que afectan a la fiscalidad, la recapitalización de los bancos -precisan 25.000 millones, según cálculos de un periódico tan respetado como Kathimerini-, las pensiones, el mercado laboral, la privatización de servicios públicos y el estatus de algunas profesiones liberales. Es demasiado para creer que la mayoría de los griegos que fueron a votar acepten compungidos que los despierten a patadas.

Hay, en cambio, un dato que escapó a los modelos matemáticos y las proyecciones demoscópicas: la sensación de que, puesto que los recortes-reformas son inevitables, quizá Tsipras sea el mejor situado para aplicarlos de la forma menos dolorosa posible (dolores y quebrantos los habrá), incluso de la manera menos dañina para la de por sí precaria cohesión social de una comunidad con un 25% de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza. Visto desde ese ángulo, puede decirse que el éxito de Syriza es el del mal menor, aquel cimentado en la creencia -nada es seguro- de que los efectos del tercer rescate, gestionado por otros, podrían ser peores, más hirientes, menos soportables. Pero se trata de una creencia, un acto de fe, un mantra, dirían algunos, del temor a que cualquier alternativa hiciera aún más difícil sobrevivir al tratamiento de choque impuesto a Grecia.

Lo mismo piensan los eurócratas de Bruselas, que se han apresurado a pedir a Tsipras que ponga manos a la obra y lleve a la práctica los compromisos adquiridos, con un celo fiscalizador que, de haberse empleado en civilizar a Viktor Orbán, es posible que nos hubiese evitado el bochorno de las concertinas húngaras. Esos tecnócratas con la calculadora en la mano ven en el líder de Syriza al único capaz de fajarse con los recortes-reformas sin que la calle se enardezca más de lo previsible, mucho menos en todo caso que si la derecha hubiese vencido. Un nacionalista resistente y exhausto, forjado en la tradición de la izquierda y convertido a la realpolitik a fuerza de batacazos siempre tiene mejor acogida entre las víctimas de la crisis que un representante conservador del viejo establishment (o en eso confían en Bruselas y así fue percibido por la opinión pública griega).

Cuando un país ha perdido en siete años no menos de la quinta parte de su riqueza con decrecimientos anuales de hasta el 7,9% (2011), resulta muy arriesgado colegir del resultado electoral que los ciudadanos han aceptado adaptarse a los malos tiempos sin siquiera levantar la voz. Cuando el 44% de los ciudadanos con derecho a voto se quedan en casa y el partido de la abstención pasa a ser el primero del país -Syriza ganó con el 35,4%-, es muy grande el margen de sorpresa en futuros comportamientos sociales. Dicho de otro modo, suponer que el resultado electoral equivale a un plebiscito aprobatorio de lo acordado con la UE por Tsipras resulta tan aventurado como esperar que la opinión pública griega acoja con mansedumbre los costes sociales que deberá pagar. Las urnas han legitimado quizá los cambios de rumbo del primer ministro, pero los efectos de una nueva dieta de austeridad sobre la austeridad ya practicada pueden llevar a los griegos a formularse una nueva pregunta: ¿merece Europa tantas angustias?

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