Opinión | EL ARTÍCULO Y LA ARTÍCULA

Juan Carlos Ortega

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¡Ahora os entiendo!

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Los que nos dedicamos al humor tenemos cierta tendencia natural a burlarnos de los tópicos. No podemos evitarlo aunque nos esforcemos. Es algo comprensible, porque forma parte de nuestro extrañísimo oficio. Cuando muere alguien, por ejemplo, nos fastidia muchísimo escuchar esas socorridas y elogiosas frases dirigidas al fallecido. Siempre pasa igual. «¡Qué buena persona era!», «¡qué talento tenía!»; ya saben ustedes perfectamente a lo que me refiero.

Es muy fácil ser cruel y ridiculizar esas cosas cuando uno no está implicado en el asunto. Desde una pretendida superioridad, los que vamos de listos nos permitimos poner en cuestión esos elogios y dejamos caer, entre bromitas ingeniosas, que no nos los creemos del todo.

Pero claro, a todos nos llega el turno alguna vez. El pasado jueves por la mañana, justo al despertarme, me llamaron del programa 'Los desayunos de TVE' para que dijera algo sobre mi querido Forges en el momento en que acababa de conocerse la noticia de su muerte. Justo cuando el gran Sergio Martín me dio paso, me vi a mí mismo situado en el lado opuesto, en ese lugar del que yo siempre me había burlado. Dije que era un día triste y hablé del gran Forges, comentando lo buenísima persona que era y el talento inmenso que tenía. En fin, todas esas frases manidas de las que nos cachondeamos los que no soportamos los tópicos, esas palabras que suponemos vacías y sin sentido y que nos dan pie a decir, llenos de ironía y superioridad: «Claro, claro, cuando alguien se muere de repente todo son buenas palabras».

¿Pero saben ustedes qué? De golpe, entendí a la perfección a toda esa gente de la que siempre me había pitorreado. Pensé que, a lo mejor, quién sabe, era un sentimiento verdadero el que todos expresan en momentos tristes. Porque, de verdad, les aseguro que nadie me puede discutir que Forges fue muy buena persona y que su talento fue el de un gigante. Su bondad la he disfrutado directamente, así como su generosidad ilimitada y su tremenda dulzura.

A mí, que soy humano y por tanto me creo superlisto, podría darme por pensar que, en este caso, mi elogio está perfectamente justificado. «Las palabras elogiosas a mi fallecido son de verdad, faltaría más, y no las de usted a los suyos, que tienen un puntito hipócrita». ¿Pero no es eso petulante? ¿Mis elogios sí, pero no los de ustedes? Me parece sumamente sospechoso.

Este triste episodio, por tanto, me deja con dos certezas: la de que Antonio Fraguas, Forges, ha sido el mejor humorista gráfico que hemos tenido, el más bondadoso y delicado en lo personal, y otra certeza, nueva para mí, que me ha dejado una bonita lección: jamás volveré a cuestionar ni ridiculizar los elogios que los demás hagan a sus muertos.