La afición al teatro, más allá de la muerte

Cuando se estrenó 'My Fair Lady' en Nueva York en 1958 la gente soportó largas colas para comprar las entradas

JOSEP MARIA POU

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La temporada teatral ha levantado el telón. Profesionales y espectadores se reunieron el pasado lunes en el Gran Teatre del Liceu y celebraron (celebramos) el principio de un nuevo ciclo. La temporada pasada marcó un cambio de tendencia al alza: los espectadores aumentaron un 3% (mira por donde, un 3% es buena noticia, en este caso) y la esperanza es que sigan haciéndolo en el nuevo curso. ¡Que la suerte nos acompañe! No, mejor: ¡que los espectadores nos acompañen! Porque no es cuestión de suerte sino de talento, por nuestra parte, y de voluntad, por la suya.

Les hablaba la semana pasada de las ganas enormes de ir al teatro de quienes agotan 100.000 localidades en tres horas. Les pongo ahora algunos ejemplos -reales- que ilustran esa afición llevada al límite. Cuando, en 1958, se estrenó My Fair Lady My Fair Ladyen Nueva York, se convirtió, de inmediato, en el espectáculo más deseado. La gente soportaba largas colas, día y noche, aún con nieve y frío, si era necesario, para comprar las entradas. Se contaba de un famoso dentista, que solo trataba a clientes que estuvieran dispuestos a pagarle los honorarios con localidades para el musical. Pero hubo casos bastante más extremos.

Una noche se presentó en el teatro un matrimonio, ya abuelitos, con alegría inusitada. Mostraban las entradas como un tesoro. Contaban, a quien quisiera escucharles, que esa misma mañana les habían llamado por teléfono, desde una emisora de radio, para decirles que eran los afortunados ganadores de un par de entradas para ver el musical. Habían ido, incluso, a entregárselas en mano en su domicilio. Estaban exultantes. Los abuelitos disfrutaron de la función y salieron felices. La felicidad se les terminó cuando, al regresar de vuelta a su casa, descubrieron que se la habían desvalijado. Los cacos, listos, sabían que nadie se resistiría ante My Fair Lady.

Otro día, abarrotado el teatro, cuando faltaba menos de un minuto para levantar el telón, un acomodador observó que había una butaca vacía y preguntó a la persona que ocupaba la de al lado:

-Perdón, señora, ¿esa butaca libre es suya?, ¿falta alguien por llegar?

-Es la de mi marido. Iba a venir conmigo, pero el pobre ha muerto en un accidente.

-¡Oh, cuánto lo siento, señora! ¿Y nadie ha podido aprovechar la entrada? ¿Algún familiar, un amigo?

-No. Están todos en el entierro.

No me digan que no es para hacerle un monumento con inscripción incluida: «El muerto al hoyo y el vivo... al teatro».