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La inmensa mayoría de proyectos de este mundo no tienen continuidad más allá de quien tuvo la idea

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RISTO MEJIDE

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Las cosas caen. Hayan subido antes o no. Por eso no bajan. Ni descienden. Ni siquiera se desinflan. Simplemente, caen. Esta es la gran lección que te va dando la vida poco a poco. Dejando que la gravedad haga su trabajo y que tú, que hasta entonces te creías inmune, lo vayas descubriendo lentamente. Decepción a decepción. Creencia a creencia. Despedida a despedida. Apartando granito a granito lo superfluo para que veas que, al final, te pongas como te pongas, las cosas caen.

Todo cae. Las cosas, las primeras. Pero las personas también. Y las obras de las personas ya ni digamos: si nadie las cuida, claro que acaban corriendo la misma suerte. Por lo tanto, si aún no han caído, es porque alguien o algo las ha mantenido hasta ese mismo momento.

Caen los ídolos. Y con ellos las esperanzas de que fuésemos mejores de lo que realmente somos. Caen las carnes. Y desenfocamos el retrato de Dorian Gray que ocupa nuestra foto del avatar. Cae el pelo. El mío el primero, ya. Pero si a ti aún no se te ha caído, date tiempo y ya verás. Y hablando de caérsele el pelo, caen las bandas organizadas, vale, algunas, no todas, es verdad. Se nos cae la vida. Cualquier día. En cualquier momento. En cualquier lugar. Por caer, caen hasta los proyectos que estaban siendo promovidos por algún iluso que dejó de poder empujarlos. Y la prueba es que la inmensa mayoría de ilusiones, empresas y proyectos de este mundo no tienen continuidad más allá de quien tuvo la idea y no sobreviven a su fundador. Sí, es cierto, hay sueños que sobreviven a generaciones. Pero lamentablemente no son legión. La mayoría de sueños son como los ataúdes, casi todo el mundo tiene uno, pero es muy incómodo ponerte a ocupar el de los demás.

Y es que las cosas, como las relaciones, como las personas, como las células, se desordenan solas. Se ensucian solas. Se deterioran solas. Se arrugan solas. Se estropean solas. Tienden de manera desaforada a eso que los científicos llaman entropía y que no es más que la tristeza que las cosas sienten al sentirse abandonadas. El abrazo de la muerte al mismísimo caos que las llama por su nombre para descomponer sus átomos y volver a jugar como quien tira los dados sin esperar a que vuelva dios del baño. Y hay que esforzarse mucho, qué digo mucho, hay que sudar como un Sísifo para mantenerlas donde están, y ya no digamos para que evolucionen y crezcan y aprendan y aporten algo al mundo y a los demás. Mantener vivo un amor, una empresa o cualquier relación, es empujarla siempre hacia arriba, pues si no la empujas la estás dejando caer, y para cuando te vengas a dar cuenta, ya no sabrás ni dónde está. Créeme, he recogido corazones hechos pedazos más de una vez.

Quizás por eso me fascinan tanto las catedrales, los monumentos, las piedras en general. Por su continua resistencia a la caída. Porque ser una oda física a la supervivencia. Porque nos verán morir. Y porque les dará igual.

Al final, el suelo es el destino de casi todas las cosas. Y eso significa mucho más que el efecto de la simple gravedad. Significa que si las dejas caer, conforme se acerquen al suelo, irán incrementando su velocidad. Se acelerarán. Se harán más inevitables. Inexorables. Evidentes. Parecerán predestinadas. Pero no nos engañemos, nada más lejos de la realidad. Habrán sido, simplemente, dejadas, y dejar viene mucho antes que vejar en el diccionario, pero aquí significan más o menos lo mismo.

Las cosas caen. La distancia al suelo es lo que llamamos éxito. Y al suelo también le hemos cambiado el nombre, le hemos llamado fracaso, por no llamarlo punto de apoyo para volverse a levantar.

Hayan subido antes o no, las cosas caen. Por eso no bajan. Ni descienden. Ni siquiera se desinflan. Se deterioran. Se desintegran. Se oxidan. Y hay quien no está dispuesto a caer. Y entonces prefiere tirarse. Ellos verán.

Yo sólo sé que las cosas caen. Y que pienso seguir empujando para que no decaigan. Aunque lo bueno no es que uno empuje para que ciertas cosas aguanten. Lo bueno es el día en que descubres que ahora sois dos o más empujando en la misma dirección.

Entonces —y sólo entonces— se puede hablar de proyecto de vida.

Entonces —y sólo entonces— se puede hablar de transformarse y trascenderse.

Entonces —y sólo entonces— se puede buscar la felicidad propia, siempre tan escondida entre medio de la de los demás.