De la ira a la indulgencia

El 9-N jamás debió llegar a juicio, aunque la benevolencia de la condena de Mas, Ortega y Rigau amortigüe en parte la sed de venganza política

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ENRIC HERNÀNDEZ

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El proceso participativo del 9-N, un simulacro de gran fuerza simbólica pero nulos efectos jurídicos, jamás debería haber llegado a juicio. El procedimiento nació maldito por su pecado original: la ira que se apoderó del Gobierno de Mariano Rajoy no solo por la afluencia a las urnas de cartón, sino porque se sintió traicionado por Artur Mas, en virtud de las conversaciones que en secreto mantuvieron sus respectivos mediadores. Ni la inicial negativa de los fiscales catalanes a querellarse contra el 'president' y sus 'conselleres' bastó para aplacar la sed de venganza política.

Después de que toda una Fiscalía General del Estado, exprimiendo el principio de dependencia jerárquica, desautorizase a sus subordinados en Catalunya, no cabe invocar, por parte del Ejecutivo, la retórica independencia judicial, y aún menos el ritual respeto a las sentencias. Baste recordar que tan grosera injerencia en el funcionamiento ordinario de los justicia fue la antesala de la renuncia del fiscal general, Eduardo Torres-Dulce, por razones inconfesas.

DESOBEDIENCIA POLÍTICA

Tras el error de desviar el contencioso político hacia los raíles penales, la estación término del procedimiento estaba cantada. Porque, aunque en su defensa Mas, Joana Ortega e Irene Rigau se amparasen en las omisiones del Constitucional para justificar la prosecución de los preparativos del 9-N, ningún observador imparcial --y tampoco los 2,4 millones de participantes en la votación-- puede albergar la menor duda de que el propósito de la Generalitat era desobedecer al Estado. Si no jurídicamente, sí en términos políticos.

Y, con todo, tanto los instructores como el tribunal han sido relativamente benévolos con los encausados. Desecharon primero la imputación de malversación y la de obstrucción a la justicia, que conlleva penas de prisión. Tras el juicio se ha desestimado el delito de prevaricación. Y en última instancia los dos años de inhabilitación para Mas quedan muy lejos de los diez que demandaba la fiscalía. La indulgencia judicial amortigua, al menos en parte, la ira del poder ejecutivo.