Al contrataque

R.

ANA PASTOR

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R. tiene 36 años. Cuenta los días como losas de cemento desde hace demasiado tiempo. Los cuenta desde hace exactamente 36 meses. Desde entonces está en paro. Desde hace 36 meses las noches se le solapan. Ya casi no recuerda cómo era su vida antes. Ya casi no recuerda cómo era su carácter ni que era un tipo divertido. Ya solo reserva la sonrisa para su hija de 2 años. Pero ni siquiera ella ha conseguido que desaparezca la sensación de náusea que tiene desde que se levanta hasta que se acuesta. Las horas han perdido su sentido. Antes se sentía inútil. Ahora ya solo es capaz de mascar su tristeza sin ponerle nombre. No cuenta lo que pasa por su cabeza, pero quienes le rodean lo saben. No da detalles, pero quienes le conocen saben que la palabra infierno se queda bastante corta para describir lo que piensa.

Desde hace 36 meses casi no pronuncia la palabra sueldo, concepto que ahora queda reservado únicamente para su pareja. Ella corre de un lado para otro jornada tras jornada para cubrir la mitad de los ingresos que antes tenía con un solo trabajo. Él se encarga de la niña. Ya no repara en la poca maña que tiene con la trenza de la pequeña. Es lo que toca. Y con esa carga de no poder contribuir a mantener a su familia, piensa en aquellos tiempos en los que ser cerrajero le permitía una vida holgada en la que sonreía sin reservas, cuando había alguna semana de vacaciones, cuando había horarios y cuando tenía que salir de casa porque tenía algo que hacer. Esta semana R. ha pensado que todo aquello no estaba tan lejos. Ha recibido la llamada de un amigo que le ofrecía un trabajo. «Poca cosa», le dijo su amigo. «Mejor que nada», pensó él. «Y es de cerrajero, lo mío». El día de repente ha cogido otro tono, otro color. Ahora tiene algo de brillo.

Dignidad

R. ha tomado nota de los detalles y ha llamado a esa «poca cosa». Cuando ha colgado el teléfono, ella ha leído algo en su mirada que no ha conseguido descifrar esta vez. «¿Qué te han dicho?», ha preguntado ella. «No puedo aceptarlo», ha respondido R. Después ha habido un silencio en el que se han cruzado pensamientos sobre lo mal pagado que estaba ese trabajo. «No es eso», ha susurrado R. «Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, ya lo sabes. Pero esto no», ha añadido. «Me piden que participe en un desahucio, que vaya como cerrajero para echar a una familia de su casa por impago. Me dicen que tengo que ir vestido de calle y en una furgoneta sin logotipos. Quieren que quien vaya pase desapercibido para que no se monte lío». R. se ha quedado después en silencio de nuevo. Ella también. «Echar a una familia de su casa... No puedo hacerlo», repite. No hace falta buscar mucho para poner un titular a la historia real de R. A esto se le llama dignidad. Punto.