CINE

'Zama': en los confines de la locura

Lo nuevo de Lucrecia Martel es, a la vez, el retrato impresionista de un hombre que pierde la cabeza y un feroz ataque a los colonialismos

Nando Salvà

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La primera escena de 'Zama' nos dice mucho de cuanto necesitamos saber de Don Diego de Zama: de pie al borde de la playa, ataviado con traje de gala y contemplando altivamente el mundo natural que está conquistando, arroja la imagen perfecta del invasor imperialista del siglo XVI. Cambia de postura un par de veces, intentando parecer importante, hasta que se da cuenta de que nadie lo ve. No tarda en asomar en él, sin embargo, una especie de patética añoranza que, pronto lo sabremos, resulta de su irónico deseo de escapar del puesto colonial dejado de la mano de Dios en la que ha plantado su bandera a instancias de la corona española.

Lucrecia Martel ha estado ausente de las salas de cine nueve años -demasiado tiempo-, y la argentina ha pasado buena parte de ellos tratando de poner en pie esta obra absolutamente única. Tiene sentido, pues, que en ella hable de expectativas frustradas y consumaciones pospuestas. Funcionario carente de función, 'Zama' pasa la mayor parte de la película esperando, que el gobernador o el Rey o Dios o quien sea lo transfiera a otro destino.

Y mientras tanto deambula, experimentando pequeñas decepciones y desconciertos y humillaciones e infortunios al tiempo que, quizá a modo de desquite, inflige violencia o desprecio sobre quien se deje. Tiene algo de personaje de Beckett, al menos hasta que para escapar de su purgatorio se embarca en una caza al hombre a través de la jungla que es inconfundiblemente kafkiana. El modo inexorable en que su cordura se disipa en el proceso hasta desaparecer por completo, asimismo, evoca títulos como 'Apocalypse Now' o 'Aguirre, la cólera de Dios'.

'Zama' se deleita aplastándole poco a poco, por la arrogancia y el miedo al fracaso genuinamente masculinos que encarna, y por cómo funciona como la imagen misma del colonialismo, ignorante y racista y brutal. Y para ello no se presenta como un relato al uso sino como algo parecido a un laberinto en el que el espectador debe reorientarse constantemente. No ofrece sucesos relevantes ni avances narrativos, sino sobre todo texturas, fabricadas de imágenes capaces de hacernos tocar la atmósfera con los dedos y de sonidos de disparos y distintas especies animales a las que no vemos. Podría decirse que transcurre a la manera de un delirio febril de no ser porque la precisión que Martel exhibe desafía esa descripción. Eso inevitablemente implica que aquellos espectadores que intenten interpretar la película según lógicas convencionales perderán la paciencia. Más vale rendirse a su poder hipnótico y dejarla alojarse en nuestras cabezas. Promete quedarse ahí mucho tiempo.

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