CINE

'Jeanette, la infancia de Juana de Arco': canturreando hacia la eternidad

Bruno Dumont convierte los años formativos de la heroína francesa en uno de los musicales más radicales de la historia del cine

Juana de Arco

Juana de Arco / periodico

Nando Salvà

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Bruno Dumont construyó su reputación desde finales de los 90 dirigiendo una sucesión de dramas alegóricos violentos e inconfundiblemente deprimentes. Luego, hace cuatro años, dejó a la cinefilia boquiabierta al pasarse a la comedia negra con 'El pequeño Quinquin', algo parecido a una versión de 'True Detective' dirigida por Robert Bresson con el reparto de 'Freaks' (1932), en la que autoparodiaba su obsesión continuada con la colisión entre los instintos bestiales y los impulsos espirituales del hombre. Continuó su viraje tonal con 'La alta sociedad' (2016), sainete lleno de ineptitud policial, antropofagia y chistes de gordos. Nada de eso, sin embargo, nos preparó para su nuevo requiebro.

De su décima película, el título, según se mire, lo dice todo o no dice casi nada. 'Jeannette, la infancia de Juana de Arco' habla, en efecto, de los años formativos de la icónica mártir gala, su despertar espiritual y nacionalista y su decisión de dejar el hogar para ir a la guerra. Eso, de entrada, la separa de los perfiles de la heroína previamente llevados a cabo por autores como Carl T. Dreyer, Jacques Rivette o el propio Bresson, obras severas centradas en sus hazañas bélicas, las acusaciones de brujería herejía y su muerte en la hoguera.

Dumont captura al personaje en dos tiempos distintos: primero se nos presenta como una niña precoz que lidia con crisis de fe y medita sobre cómo puede ayudar al prójimo; después, como una resuelta adolescente preparada para salvar Francia. El manejo que la película hace en el proceso del pedigrí histórico y literario de su propio asunto es definitivamente bizarro. La mayoría de los diálogos y plegarias adoptan forma de canciones que transitan géneros como el metal, el glam, el pop electrónico, el rap y hasta el klezmer, acompañadas de coreografías más bien tontas ejecutadas por no-actores que en general no saben cantar ni bailar. Casi todo sucede en un solo escenario, en medio de una colina arenosa en la que la joven cuida de sus ovejas, que emiten balidos ocasionales de fondo. 

LO RIDÍCULO Y LO SUBLIME

Es muy desconcertante. Pero también muy divertido, y salvajemente radical por su voluntad de hacer equilibrios entre lo ridículo y lo sublime, y por la claridad con la que nos muestra a un autor capaz de mantener sus sensibilidades temáticas intactas —el choque entre lo religioso y lo herético está en la base de su cine—, al tiempo que ofrece un ejercicio de reinvención total, tanto de una figura histórica retratada ya muchas veces como, sobre todo, de su propia trayectoria artística. Resulta imposible predecir qué hará Dumont en su próxima película.