Los restaurantes de Pau Arenós

Caelis: la ciudad se alza sobre barras

Romain Fornell aprovecha el traslado de su restaurante para abrir la cocina, y las intimidades, a los comensales

Romain Fornell, con un huevo de Christofle que esconde una cubertería.

Romain Fornell, con un huevo de Christofle que esconde una cubertería. / Albert Bertran

Pau Arenós

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El taburete es un requisito indispensable en una barra, sea lujosa o tarambana. Permanecer mucho rato sobre un asiento incómodo es someterse a un potro de tortura. Las sillas altas del nuevo Caelis son confortables y permiten a 14 comensales seguir el servicio porque están incrustados en la cocina. El fisgoneo comporta riesgo: cocineros y camareros deben moverse con sigilo. Los malos humos están prohibidos.

Ocupo uno de los 14 taburetes para conocer la doble novedad: el Caelis resucitado (en el Hotel Ohla Barcelona tras abandonar El Palace) y la transformación de un escenario popular (una barra) en un puente hacia la alta cocina.

Cuando Romain Fornell decidió esta U, con el acero y las llamas en medio, pensó en Chef's Table at Brooklyn Fare, de César Ramírez, pero podría haber tenido en la cabeza a Joël Robuchon o a Kevin Fehling. Todos, deudores del bar de la esquina. En los últimos meses, la ciudad se ha reforzado con más mostradores gurmets: Carles AbellanDos Pebrots y Gresca/Gresca BarBarcelona se alza sobre barras.

Pruebo el Menú Celebración (a 132 euros; mantienen el de mediodía a 39: precios palaciegos), con 18 platos, cuya enumeración es desaconsejable por inútil. Pocos errores (por ejemplo, demasiado gruesa la capa de la falsa aceituna verde) y grandes satisfacciones. La mejor comida en Caelis desde el 2004. Servilleta gigante (la aprecio en estos tiempo de clínex) y pan de cruasán del que comerías un kilo.

Me interesa ver cómo Romain ha decidido los movimientos del cuerpo de baile. Por dónde entran los platos llenos y por dónde salen vacíos. Qué se termina ante el cliente y qué llega emplatado. El sumiller, ¿está delante o detrás?

La barra necesita de una mecánica distinta de la sala, que manda Carla Rodríguez y que acoge a 24 personas. La barra no miente.

Los jefes Javier González y Juanma Salgado tienen que dirigir esta orquesta que toca en silencio. Si cae una bandeja hay que sonreír sin dar importancia al estrépito.

Con nitrógeno líquido, Romain enfría el helado de mostaza para el 'tartar' de buey a cuchillo. También se remata, ante la mirada empollada del comensal, el huevo inyectado con trufa. Sería interesante liberar a la gamba a la sal de la costra frente a los ojos curiosos: 50 gramos de crustáceo de perfecta cocción acompañados por las patas crujientes y una tortilla de camarones. De los vinos que descorcha Florian David me quedo con Oliver Pithon Cuvée Laïs 2014.

Destaco otros platillos para desembarrar: el bocadillo de sardina (que ha saltado del bareto al boato), el gofre con ventresca de atún, la ensalada de ostra con encurtidos («un mar y agua»), la seta de cardo escabechada y con jugo de pato (menos vinagre y más jugo; carne sin carne), la lubina con velo al estragón y el pichón con 'cassoulet'. Magnífico trabajo de Edmundo Arteaga con los postres: recupera el 'banana split' sin pastosas consecuencias.

«Tenía que cambiar», se sincera Romain. Y para bien. Lo francés y lo catalán y la mirada y las técnicas actuales y la barra para cocinar sin barreras.