Los restaurantes de Pau Arenós

Can Kenji: dieta para samuráis

Kenji Ueno, con una botella de sake frente al cuadro de la caballa.

Kenji Ueno, con una botella de sake frente al cuadro de la caballa.

Pau Arenós

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Kenji Ueno quiere dejar claro el licuado o la amalgama desde el nombre del establecimiento: Can Kenji. Un japonés a la catalana, bien, tampoco exageremos el compromiso con el vecindario: lo nipón entreverado con lo mediterráneo.

El can aplicado a los restaurantes insinúa porrón y hoces y guadañas amenazadoras sobre las cabezas.

La casa de Kenji está lejos de esa imaginería, ornada ya desde la entrada con el espíritu de Tokio, con las cortinillas en las que antaño los clientes se limpiaban las manos a la salida y hoy indican una intimidad de papel de arroz.

En el 2003, Kenji salió de Kioto para conocer en Barcelona la cocina barrejada de Satoru Miyano. Algo de aquella mezcla pervive en su culinaria mixta, tal vez por la influencia también del matrimonio.

Como otras metrópolis, Barcelona vive atacada por la reconversión y el travestismo: la de los chinos de cinco euros en japoneses de 10. Espacios destartalados con algún Buda rubicundo donde los sashimis aparecen sin descongelar.

En el ranking asiático, Can Kenji ocuparía un lugar intermedio entre el refinamiento absoluto (Koy Shunka, Dos Palillos, Icho) y el japo falseado. Uno de esos lugares de buen precio a los que ir a menudo.

No es fácil comunicarse con Kenji, que pone rostro de enigma pese a su estadía barcelonesa. Cuenta que se inspira poco en los libros, prefiriendo el diálogo con los colegas: «Somos cuatro cocineros y charlamos sobre lo que hemos visto. Un día teníamos queso de cabra y después salió el risotto.

Se refiere el chef al triángulo de arroz (onigiri a la plancha), resumen o miniaturización de un clásico italiano. Potente, algo graso, oloroso: una rareza.

Ante la rutina de los sushis –que no son lo mejor de la casa–, la casquería, tan infrecuente en esta categoría, un distintivo profundo: hígados y corazones de pollo marinados, lletons de ternera y lengua de vaca. Dieta para samuráis. No, no era un chiste sobre tripas.

La oferta es para todos los quimonos, del plato del día (10,80 euros) a los menús (el más caro, de 20,80 euros), además de la carta. Puse el dedo sobre el de 18,80 euros, que con la cerveza Sapporo y un café –y bueno, algo raro en el sector oriental–, subió a 22,70 euros.

Fiel a las izakayas, las tabernas-con-un-poco-de-todo, Kenji alterna sopas, tempuras y tatakis. ¿A solucionar? La ventilación, pesada como un luchador de sumo.

El tataki de ternera con ensalada era rico.

El onigiri a la plancha, un pelotazo.

Los rollitos fríos de pato, suaves y ceremoniosos.

Y el que más me gustó, la caballa guisada con miso, exacta en sabor y textura.

Para rellenar, los nigiris y los makis. Y el postre, el flan tembloroso de té con especias.

Cocina abierta para espiar la actividad de los cocineros, atestada con la vajilla sobre la que depositan las ofrendas.

Me senté bajo un gran cuadro titulado Caballa asada. Definitivo.