LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

Can Feu: al servicio del barrio

Antoni Villagrasa, Maria Isabel y Josep Maria FOTO: JOSEP GARCÍA

Antoni Villagrasa, Maria Isabel y Josep Maria FOTO: JOSEP GARCÍA

Pau Arenós

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Can Feu, en el barrio sabadellense del mismo nombre: no es nuevo, no es moderno, no está céntrico, pero es más fiable y cómodo que los Ferrocarrils de la Generalitat, cuya estación, a dos minutos a pie, está a punto de ser tragada por las obras del nuevo túnel, barro y estruendo.

Elegir restaurante en Sabadell es embarazoso, pese a la hartura de mesas: hay pocos lugares a los que llevarías a un visitante. Tal vez al Contrast, aunque el servicio necesita de un meneo y dos o tres sonrisas; al veterano Forrellat o a bailar con el trío de butifarras y la 'secallona' de Can Punyetes, en la Rambla, embutido exclusivo que no distribuyen en otros establecimientos de la cadena.

O a este Can Feu con más de 40 años de cocina obrera. Sí, almejas; sí, langostas; sí, ostras. ¿O es que los trabajadores tienen que renunciar a las antenas, los caparazones y las blancas y perfumadas carnes?

La familia Villagrasa Camps echó raíces o cimientos en Can Feu en los años 70 y ha ido evolucionando con el vecindario, con la sociedad, vendiendo opulencia, estacionalidad, mercado, guisantes afinados y canelones con 'múrgules'.

«Lo que nos distingue es la marisquería», explica Josep Maria (1974), hijo de Antoni y Maria Isabel. Un acuario donde los bogavantes cruzan las pinzas y una vitrina en la que espejean los lenguados.

Están los tres metidos en el negocio («mi padre compra, hace algún platillo, pero a la hora del servicio pasa a la sala»), en esa búsqueda perdiguera del producto, que hociquean de norte a sur. Explica el chef que quiso saber el origen de cierta ternera y, al negarse el carnicero a revelar el pedigrí vacuno, esperó la llegada del camión frigorífico.

En los meses fríos, por ejemplo, la caza, incluso becadas, que Josep Maria guisa como le enseñaron en la Fonda Sala, en Olost. O los tordos con 'cansalada' de la tocinería Cal Prat, avecillas llegadas del Empordà, huesecillos que chupeteé con éxtasis casi mariano.

Bien aconsejado, bebí El Linze 2007, con zeta, mezcla de syrah y tinta velasco. Se preocupan por el vino –buena carta de lo bebible– y el aceite, del que ofrecen una caja de madera con variedades. Coca con tomate para amortiguar el estómago.

Los sábados a mediodía los comedores son un bullebulle, abuelos que agasajan a nietos o nietas, familias de celebración gaseosa y padres e hijos compartiendo anchoas como alfombras; alcachofas de  chuparse las yemas; calamares a la romana y unas croquetas de pollo que hacen quiquiriquí.

Canelones que pasan la ITV de los entendidos y macarrones decepcionantes.

El 'steak tartar', cubierto con trufa en temporada, es salvajillo, tal como agrada a los buenos bárbaros. 'Mel i mató' de confianza.

«Lo que no quiero es engañar. Lo que queremos es gustar», resume Josep Maria a modo de lapidario. De no ser así, hubiera sido imposible sobrevivir en el noble barrio de Can Feu.