Abou-Khalil: el mortero

Foto: JOAN CORTADELLAS.

Foto: JOAN CORTADELLAS.

Pau Arenós

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hace 25 años, el 12 de marzo de 1983, cuando Felipe González aún vivía una victoria de pana, Mahmoud Katib, nacido en 1957 en un campo de refugiados de Beirut, tuvo la osadía de abrir un restaurante libanés en la calle de Santaló.

Aquello era un escándalo: ¡el primer libanés de Barcelona y en una calle de la parte alta! Cualquiera le hubiera dicho que era un suicida porque ese barrio en la Barcelona pacata de hace 25 años no era un lugar adecuado para una cocina de ribera y menta.

Se equivocaron porque Mahmoud, hoy, llamado Miguel, celebra aquella hazaña con el golpe de cadera de una de sus bailarinas.

No solo eligió bien (“lo hice por la cercanía de la Barraquer, que atraía clientes, y porque era un lugar alejado de los problemas”), sino que ha inaugurado un segundo establecimiento en la calle de Valencia, Al-Jaima, y tuvo otro en el Port Olímpic, que ya vendió.

Eligió para el restaurante el nombre de Abou-Khalil y en esa providencia había una mezcla de patria y admiración: “Khalil' significa amigo y en Líbano es un nombre propio. La leyenda dice que había un hombre de las montañas que se llamaba Abou-Khalil, o sea, el padre de Khalil. Para nosotros, él representa lo mismo que Sant Jordi en Catalunya”.

La casa apenas ha cambiado desde 1983, en absoluto la carta (ni el chef, llamado Juma, cuya fidelidad es admirable), así que los amantes de las decoraciones rompedoras y las minutas desbocadas no encontrarán consuelo en este ambiente. Sin embargo, hallarán satisfacción los que busquen platos homologados del Mediterráneo oriental.

De las muchas posibilidades comestibles pido a Miguel que elija platos emocionales, un menú evocativo que tenga que ver con él y con estos 25 años, así que coloca sobre la mesa el hommos (la crema de garbanzos), el puré de berenjena, el 'kib-bi' (croqueta de carne), 'falafel' (de verdura), el 'kafta' (rollito de cordero) y el arroz.

Comienza con el 'kib-bi' porque en él están las manos de la madre, Míriam. “Carne de cordero amasada con trigo. La picaba sobre un mármol y poco a poco quitaba los nervios. Añadía cebolla y piñones. Me manda la mezcla de especias del Líbano. Ése es el secreto. De niño me lo daba a probar para que encontrase el punto justo”.

Si el 'kib-bi' es sentimental y casero, el falafel, callejero. “Cuando yo era niño, se trataba del bocadillo de los pobres. Somos 11 hermanos y mis padres no tenían nada, así que muchas veces merendábamos falafels en la calle, que apenas costaban dinero. No se hace en las casas, sino que se come en puestos, en restaurantes”.

Le sigue el hommos, que se ha convertido en símbolo de esa cocina transnacional que comparten turcos, sirios y jordanos. “También es callejero. El mismo individuo que por la tarde vendía los falafels, a la hora del desayuno servía hommos”.

Y acaba con la crema de berenjenas porque en ella están las manos del padre. “Murió hace diez años. En el Líbano, los hombres no entran en la cocina, pero a él le gustaba preparar las berenjenas. Las machacaba con el mortero. A veces, en el restaurante, me apatece hacerlo y cojo el mortero, recordándolo”.

Ajo, limón y salsa de sésamo. Y unos golpes de mortero para llamar al padre.