Aquel señor que me hacía dibujitos

MILENA BUSQUETS

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 Umberto Eco era un señor gordo con gabardina que de vez en cuando venía a casa, se sentaba en el sofá del fondo y empezaba a dar entrevistas mientras nos hacía dibujitos a mi hermano y a mí para que no incordiásemos. Umberto Eco fue el hombre gracias a cuya novela, 'El nombre de la rosa', la pequeña editorial de mi familia pudo subsistir y seguir publicando literatura de la de verdad durante algunos años más. Umberto Eco fue el escritor que decidió apoyarme dándome un libro, 'Sobre literatura', cuando me lancé a la arriesgadísima y disparatada aventura de crear mi propia editorial y dejar a la multinacional (me arruiné, por cierto, pero no olvidé su generosidad).

 No voy a hablar de lo inteligente y brillante que era Umberto Eco, ni de cómo era una de las pocas personas que he conocido que pensaban por sí mismas: todas sus ideas eran originales, sorprendentes, excitantes, sexys. Podía decir una cosa o la opuesta, era impredecible cuando la mayoría de los que hablan sin cesar solo repiten ideas ajenas o hacen refritos y ya sabes de qué lado van a estar antes de que abran la boca. Escriben para confirmar, para tranquilizar y tranquilizarse, para reafirmar su pertenencia a un grupo. Umberto, no. Umberto Eco escribía solo y pensaba solo y sabía que la única manera de pensar bien es hacerlo en soledad y a la intemperie, y a veces en contra de todo el mundo.

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Umberto Eco no escribía obviedades y nunca daba lecciones (a pesar de ser, ante todo, un profesor) pero te hacía desear ser más lista, más original, esforzarte más, profundizar más, entender más, perseverar. Umberto Eco no era un opinador, era un pensador. En este país los primeros han sustituido a los segundos en la mayoría de los ámbitos. El opinador es el que necesita desgañitarse y rasgarse las vestiduras para que le hagan caso (también por escrito), el pensador provoca el silencio a su alrededor sin necesidad de gritar ni de darse importancia. El opinador tiene una corte, una pandilla que le ríe las gracias (Umberto Eco no necesitaba ser simpático, intentar caerle bien no servía para nada, era inmune a las zalamerías y a las reverencias), el pensador sabe que está solo.

 De niño, no solo piensas que no vas a morir nunca, piensas que tampoco lo harán las personas que te rodean, sabes que te harás mayor pero cuentas con que todo a tu alrededor siga igual. Después descubres que no va a ser así. Hoy he perdido a un ancla. Nos vamos quedando sin anclas. Y sin demasiadas ganas de volver a zarpar. Llegará un momento (quizá ya haya llegado) en que toda la gente que me conozca ya me habrá conocido con arrugas y con algunas marcas de zarpazos. Dentro de poco, o quizá ahora, ya no quedará nadie que me conociese de niña, nadie me podrá decir eso fue así o fue de otra manera, mi infancia pasará al terreno de los recuerdos, o sea, al de la fantasía, al de la ficción. Si es que antes no se ha convertido en humo.

 Ha sido todo un honor, 'Professore'.

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