ENTREVISTA

Tom Wolfe: «Me gusta señalar el pecado y la depravación»

Hijo de un ingeniero agrónomo y de una diseñadora, abandonó su primera vocación de jugador de béisbol por el periodismo. Colaboró como reportero en 'The Washington Post', 'The Enquirer' y 'New York Herald', en los que pronto se dio a conocer por sus atrevidos juegos de palabras y su estilo desprejuiciado. 'La banda de la casa de la bomba' reunió sus primeros artículos. El libro, que cosechó tantos admiradores como detractores, fue calificado por Kurt Vonnegut como la obra de «un genio dispuesto a todo para llamar la atención». Con su primera novela, 'La hoguera de las vanidades', llegó al gran público y consiguió vender más de un millón y medio de ejemplares. Hacer que un reportaje se lea con la misma intensidad que una ficción fue en los años 60 uno de los grandes inventos de Tom Wolfe y su Nuevo Periodismo. Luego invirtió la ecuación y aplicó la técnica a la novela.

El escritor Tom Wolfe, durante la presentación de la novela 'Bloody Miami' en Barcelona, en el 2013.

El escritor Tom Wolfe, durante la presentación de la novela 'Bloody Miami' en Barcelona, en el 2013. / DANNY CAMINAL

ELENA HEVIA

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Todos los plumillas de los años 70 querían ser Tom Wolfe, atildado gran gurú del Nuevo Periodismo, un concepto que aún sigue siendo rompedor, sencillamente porque hoy su práctica sería demasiado cara. Luego, Wolfe se reconvirtió en el Gran Novelista Norteamericano con La hoguera de las vanidades, fresco inmisericorde de tamaño king size del especulativo Nueva York de los 80. Tres novelas más tarde, repite la jugada con Bloody Miami (Anagrama / Columna)  respuesta hispana y tropical a aquel hito en la historia de los best-sellers. Polis cubanos, reporteros wasp, psiquiatras a la moda, el negocio del arte moderno y la mafia rusa se dan la mano en sus páginas. ¡Guau! Wolfe en estado puro.

¿Se siente cómodo siendo objeto de una entrevista? ¿Me puede revelar algún secreto para hacer que la gente diga lo que no tiene ganas de decir? Una técnica muy buena es jugar con la vanidad, eso suele disparar las respuestas. Pero mi pequeña contribución al campo de la psicología es haberme dado cuenta de que cuando se les pregunta, las personas se sienten en la obligación de ofrecer información. Si responden es como si ganaran estatus, porque saben algo que tú no sabías y necesitas mucho.

¡Voy a responder al gran periodista, qué honor! ¿Es eso? Yo era y soy distinto, ¿por qué negarlo? Bueno, desde que empecé a hacer reportajes en los años 60 me di cuenta de que por mucho que intentara encajar en el grupo, nunca lo iba a conseguir. Muy pronto sentí que no servía de nada intentar formar parte de los hippies de Ponche de ácido lisérgico ni tampoco entre los aspirantes a astronautas de Lo que hay que tener. Pero no ser como ellos era una ventaja. Así que acentué las diferencias todo lo que pude.

"Mi pequeña aportación al campo de la psicología es haberme dado cuenta de que cuando se les pregunta, las personas sienten la obligación de ofrecer información"

¿Me está diciendo que su peculiar manera de vestir cumple esa función? Eso es. Cuando hice el reportaje sobre los coches trucados me presenté con traje verde de tweed, una camisa azul, una corbata de seda negra y un sombrero borsalino, para mí eso era como ir de sport. Los rudos mecánicos y los corredores alucinaban al verme, pero también les intrigaba y por eso se prestaban a hablar conmigo, porque era como conectar con un marciano.

Creía que la mejor manera de conectar con la gente era la empatía, no establecer distancias. Bueno, también hay que demostrar que estás interesado de verdad. A veces es necesario actuar un poco, hacer que tu interés parezca genuino. Pero si has conseguido escuchar a una persona durante una hora ya has dado el primer paso en su confianza y si pasas el día entero con él, bingo, lo has logrado.

-Para documentar Bloody Miami rastreó la ciudad de arriba a abajo, visitó el despacho del alcalde, las galerías de arte, los barrios cubanos y también los haitianos. Sí, el periodista Oscar Corral aprovechó para hacer un documental, pero no lo plasmó al completo porque hay muchas cosas que una cámara no puede filmar.

El capítulo más alucinante de la novela, la orgía náutica, ¿nace también de su trabajo como reportero o de su  calenturienta imaginación? Es real. Lo juro. Es una regata que suele desembocar en ese tipo de escenas. La carrera finaliza en Cayo Elliot, a 80 millas de Miami, y allí se organizan fiestas que acaban en auténticas bacanales.

¿Y suelen proyectarse imágenes pornográficas en las velas? Así es. Allí pueden verse esos enormes penes gigantes. Los regatistas acaban amontonados, unos encima de otros sobre la porquería y la suciedad de los barcos. ¡Puagg! Es como si estuvieras en otro planeta donde funcionaran otras reglas.

A menudo se le suele llamar moralista. ¿Está de acuerdo? Probablemente es porque me gusta señalar el pecado y la depravación de los demás. En ese sentido, supongo que tengo que aceptar que lo soy. Pero, vamos, yo no me veo como tal.

Cuando escribía La hoguera de las vanidades, ¿era consciente de que estaba prediciendo el futuro crash bursátil? Lo veo ahora. A aquellos chavales jóvenes que en los años 80 se hacían de oro especulando en bolsa los llamé másters del universo, porque ese era el nombre de un juguete de mi hija entonces. Hace poco me pidieron un artículo sobre los cambios en el mundo de Wall Street y lo titulé Los eunucos del universo. ¿Qué le parece?

¿Qué cree que estará haciendo ahora Sherman McCoy, el protagonista de aquella novela? El cambio más importante en Wall Street es que ahora la compraventa a alta velocidad de las acciones la realizan máquinas. Así que McCoy y estos brokers que se creían los amos del universo ahora ya no son nada. Los han castrado.

Con aquella novela se hizo usted tan rico que podría haber encajado perfectamente en ella como un personaje más. Eso es divertido. Pues al principio pensé que mi protagonista podría ser un novelista de éxito y abandoné la idea porque entonces ningún escritor vivía en Park Avenue [Wolfe tiene hoy un lujoso apartamento muy cerca de allí].

Ha vendido millones de libros. ¿Cree que en su país no le han perdonado haber tenido tanto éxito? Bueno, la gente siempre ha tenido razones para que yo no le gustara. Siempre he procurado que no me afectara. Creo que el origen de eso es una serie de artículos que en 1965 escribí sobre el editor del New Yorker William Shawn. Así que en esa revista no apareció una línea sobre mí hasta que John Updike dijo que Todo un hombre no era literatura sino periodismo barato. La reseña de la siguiente novela fue apenas un breve.

¿Qué cree que había detrás de la repulsa de Norman Mailer, John Updike y John Irving? [El primero dijo que leer Todo un hombre era «como hacer el amor con una mujer de 150 kilos: o te enamoras o mueres asfixiado»].  Los tres eran grandes escritores y de éxito. La sensación que tengo es que Todo un hombre tuvo muy buenas críticas en los más importantes periódicos y ellos no pudieron soportarlo.

Así que contraatacó con un artículo, Los tres chiflados. Sé que no se debe responder a las críticas, pero me harté. Ignoro por qué esos escritores tan importantes perdían su tiempo revisando los libros de los demás. No entendía por qué les molestaba mi énfasis en el realismo y mi respeto a los hechos. Pero sí, aquel artículo me dio una gran satisfacción y me divertí mucho insultándoles.

¿Haber padecido una depresión, tras una importante afección de corazón, ha influido en el retrato inmisericorde del psiquiatra que aparece en su novela? No, mi psiquiatra es un hombre muy sensato. Fui a visitarle porque entré en una fase hipomaníaca, una etapa fantástica porque tienes la sensación de que puedes hacer cualquier cosa. Es una experiencia genial. Si pudiera envasarla me haría rico.

Pero... Exactamente, hay un pero. Porque tras la hipomanía viene la depresión. Por suerte Paul McHugh, jefe del departamento de psiquiatría de la Universidad John Hopkins, una de los mejores facultades de Estados Unidos, me dio unas pastillas y en un mes me encontraba perfectamente. En agradecimiento, le dediqué Soy Charlotte Simmons.

¿Por qué en todas sus novelas siempre hay un momento en el que sus personajes sufren una terrible humillación? ¿Siente algún tipo de placer haciendo eso? George Orwell dijo una vez que las memorias eran la peor forma de ficción porque la gente no tiene el menor problema en contarte sus grandes pecados y delitos, cómo han destruido a otras personas con saña, pero nadie confesará jamás sus humillaciones más profundas. Y es curioso porque el 75% de nuestra vida está hecho de humillaciones, grandes o pequeñas, que no nos atrevemos a contar a los demás. Esos malos ratos que te hace pasar la gente, esos momentos en los que no tienes la respuesta adecuada y que no aparece hasta mucho después, cuando ya es tarde para devolvérsela a quien te ha humillado.

"Sigo creyendo firmemente en que si no sales a la calle y no ves las cosas con tus propios ojos, no merece la pena escribirlas, ya se trate de un reportaje o de una novela"

Usted le tomó el pulso a su tiempo en los años 60 -sexo, drogas y rock and roll- y lo contó de una manera fresca y nueva. ¿Aún se siente un testigo válido? Sigo creyendo firmemente en que si no sales a la calle y no ves las cosas con tus propios ojos, no merece la pena escribirlas, ya se trate de un reportaje o de una novela. Yo soy viejo. Tengo 104 años.

No sea coqueto, solo tiene 82. Es más interesante tener 104 años que 82 porque la gente muestra más piedad por los viejos centenarios. Mucha gente no comprende mi manera de trabajar. Para mí toda escritura es un reportaje y sé que hay escritores, los ingleses especialmente, que consideran que es poco digno ir por ahí recabando información para tus historias, porque es como ir con la gorra pidiendo limosna. ¡Dame un poquito de informaciooón! Les parece humillante. ¡Ve, ahí tiene una nueva humillación! Pero para mí no lo es porque esos remilgados no saben que el periodismo, el reportaje, es el principio de la sabiduría.