Daniel Palomeras: el silencio de la posguerra

Daniel Palomeras lleva en 'Hollister 5320' a su personaje, un hombre pusilánime y ahora enfermo, a descubrir el pasado de su familia

VICENÇ PAGÈS JORDÀ

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Daniel Palomeras (Santa Maria d’Oló, 1949) fue un escritor activo en los 90, cuando publicó media docena de novelas, la mayoría dirigidas a lectores jóvenes. Después de más de diez años en silencio, acaba de aparecer 'Hollister 5320' en la editorial L’Altra, protagonizada por un hombre de 58 años a quien practican una colostomia. A partir de la operación, su proceso excretor finaliza en las bolsas que dan título al libro.

El protagonista es un hombre pusilánime, falto de ambiciones y ahora también limitado en sus movimientos, que se dispone a pasar unos días en el pueblo donde creció. Allí reencuentra su casa y la vieja criada, que darán paso a una cascada de recuerdos y también a hechos relevantes que no le había explicado nadie. Así, rememoramos los asesinatos de la guerra, el frío, las enfermedades y la miseria moral de la posguerra, los abusos de poder, el fariseísmo dominante, los secretos más ocultos de la familia -que en su caso son relevantes.

Más que por la originalidad, 'Hollister 5320' destaca por el estilo, por la suave alternancia entre el presente desolado y el pasado luctuoso. Las frases del libro están bien giradas, son agradables al oído y el lector se deja llevar adelante y atrás en el tiempo con la misma facilidad con que, ante una calle o un espejo, un anciano recupera el pasado con tanta o más vivacidad que el presente.

Si el Mersault de Camus hubiese llegado a la madurez se parecería al protagonista de esta novela: aburrido, insomne y asqueado, solo espera la muerte. Más que con un vegetal, se compara con un mineral. Como él mismo observa, no retiene nada, ni tan solo los excrementos. Si el lector lee la novela hasta el final no es con la esperanza de una redención, y menos de una recuperación, sino por la música con que está escrita.

Hacia el final, se nos informa de unos hechos horribles que dan una perspectiva nueva a las páginas anteriores, como si la posguerra no fuese suficientemente lamentable, como si la novela necesitase un final melodramático. Nosotros preferimos retener dos imágenes poderosas. La primera, la de los niños que juegan en la plaza del pueblo, donde después de ser utilizada como cementerio aparecen huesos humanos cuando escarban en el suelo. La segunda imagen es la del psiquiatra que, incapaz de pronunciar ninguna palabra de ánimo, aspira a salvar de vez en cuando a algún paciente a base de escucharlo, o de hacerlo ver.

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