SABORES ERRANTES (y 5)

Comida de hombres, comida de mujeres

VERANO RELATO DE NAJAT EL HACHMI EL MENJAR DELS HOMES  EL MENJAR DE LES DONES  RELATO 5

VERANO RELATO DE NAJAT EL HACHMI EL MENJAR DELS HOMES EL MENJAR DE LES DONES RELATO 5 / periodico

NAJAT EL HACHMI

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A la abuela no le gustaba servir la mesa al abuelo, se notaba. No lo había dicho nunca abiertamente, claro, no son cosas que una señora respetable pueda ir manifestando de cualquier manera, pero cuando la observábamos atentamente, en los veranos que estábamos en su casa, enseguida podíamos ver que no soportaba tenerle que llevar la bandeja de la comida a la habitación, o el té de media tarde. Y eso que en materia de servilismo había aprendido las normas claras de la educación tradicional del campo: hombres y mujeres comen por separado. Ellos siempre primero. Llenábamos sus plato a rebosar y esperábamos a que los devolvieran. Lo que dejaban era para las mujeres y los niños. A mí eso de tener que alimentarnos con las sobras me hacía sentir pequeña, pero a las demás no parecía que las molestara. Años después me explicaron que en Japón los médicos habían descubierto que las mujeres tenían menos cáncer de estómago porque también tenían la costumbre de servir primero a los hombres y sus platos estaban siempre más fríos. A ellos también se les reservaba el mejor corte de la carne, magra y sin hueso. Si había poca, toda para ellos. Del pollo les daban los muslos tiernos y melosos. Para desayunar, huevos fritos siempre que fuera posible, si era en mantequilla, mejor. Cuando se hacía algún sacrificio, el primer pincho especiado y cocido sobre las brasas, para los hombres, así como el hígado y el bazo. Lo que tenían prohibido las mujeres eran, por supuesto, los testículos de los animales. Decían que eso les estropeaba el carácter.

Pero las mujeres también tenían sus preferencias culinarias, costumbres que eran difíciles de encontrar en sus homólogos masculinos. De entrada ellas podían comer fuera de horas porque dominaban el espacio de la cocina y la despensa. Si en un momento dado les apetecían unas aceitunas arrugadas o unas almendras, solo las tenían que coger. Los hombres, en cambio, tenían que esperar a que les sirvieran. Las mujeres encendían el fogón de la mañana para tostar encima el pan del día anterior. Los hombres, como se levantaban más tarde, siempre tenían listo el pan recién cocido, humeante. De alguna manera también era alimentarse de los restos, lo del pan frío, pero lo más importante era no tirar la comida, aprovecharlo todo. Cuando el pan ya estaba seco hacían un sofrito picante y especiado y lo echaban para hacer una sopa deliciosa. Recogían las migajas y se las comían, pedazos casi invisibles a la vista. Se acababan siempre lo que sobraba de los platos de los niños pequeños y los bebés, la patata y zanahoria aplastadas o las gachas hechas con galletas María. Corta más delgada la piel de la patata, más delgada, me decían, para no desaprovecharla. Cuando limpiaban alcachofas, se llevaban cada hoja a la boca para roer su punta tierna y así les quedaban los labios morados. Ponían en la cazuela hígados, mollejas, cabezas y hasta patas de pollo, cortando las uñas y pelando su piel, que salía como si fuera la de una serpiente. A la abuela le encantaba roerlos, bien gelatinosos. A mí me guardaba siempre la espalda. Que el muslo fuera para mis hermanos a mí no me molestaba. De hecho, años más tarde, descubrí que a uno de ellos no le gustaba nada y se lo tenía que comer igualmente porque era hombre. Yo encontraba que los riñones de pollo eran una carne finísima, muy tierna, unas vísceras pequeñas y harinosas que se deshacían sobre la lengua.

La comida de las mujeres también era lo que se agarraban a los huertos y los campos. La abuela recogía una planta que crecía en los márgenes  de los caminos, de hoja redonda como la del geranio. La lavaba y volvía a lavar para sacar la tierra y luego la hacía al vapor. Era áspera. También encontraba espárragos en los campos durante la primavera y siempre era la primera en salir a buscar caracoles después de la lluvia. Un año recogimos tantos caracoles que tuvimos que comer una semana seguida. Desde entonces no los soporto.

 La abuela se peleaba cada año con las aceitunas, que aplastaba bajo un peso durante meses para que le quedaran arrugadas. En ocasiones le salían buenas, y otras veces, amargas. Con el aceite tampoco le iba muy bien, en su familia no tenían tradición y ni le habían enseñado ni tenía la muela necesaria, pero no se conformaba y lo intentaba. Alguna vez le había quedado comestible, aunque nos daba un ardor ácido en la garganta. Lo que sí sabía hacer muy bien era batir la leche hasta separar la mantequilla, la leche fermentada que luego le gustaba de comer sobre la cebada, bien fría. Para batir la leche manejaba un cántaro de los grandes, de los que ella todavía usaba para ir a buscar el agua, colgado del techo de la cocina. Del mismo gancho, nos contaba, había colgado la cuna donde había mecido a sus diez hijos. Entonces oíamos la voz del abuelo pidiendo algo y le cambiaba la cara y decía, id a ver qué quiere aquél. Yo no supe nunca si la poca estima que le tenía era por los muslos de pollo que ella le había tenido que ceder toda la vida. O por los diez hijos. O por el que explicaban en la familia, que de muy jovencita había comido testículos de cordero.