Ruidoso septiembre en Nueva York

JOSEP MARIA POU

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Ayer, 11 de septiembre, Nueva York despertó con el recuerdo de la tragedia sufrida 14 años atrás. Quise estar en la calle a las 08.46, en el preciso minuto del impacto del primer avión contra una de las torres gemelas. Y no pude evitar mirar hacia arribaen dirección sur, hacia la zona cero del castigado downtown. Fue un gesto automático; repetido, en esa primera hora de la mañana, por muchos de los que caminaban deprisa hacia sus trabajos o vagueaban, como yo, apurando los últimos días de vacaciones.

El recuerdo de los hechos no se limitaba, sin embargo, a la exactitud del día y hora. La tarde anterior, sentado en una pasticceria del Village, a cuatro calles apenas del vacío que dejaron las torres, no pude sustraerme al ejercicio de imaginar cómo sería Nueva York la tarde antes. Al igual que ahora, me decía, la gente merendaba, recogía la ropa en la tintorería o perdía la gorra en un golpe de viento, ajena por completo a cómo iba a cambiar el mundo a la mañana siguiente. Y esta es, pensaba, una de las peores herencias de ese día: la pérdida de la inocencia. Hoy, 14 años después, somos mucho más desconfiados. Nos asustan la voz fuera de tono, la mirada furtiva y hasta el codazo involuntario. Instalados en el sobresalto, vivimos en permanente estado de alerta. Hemos aprendido que el mañana cuelga de muy poco. De una decisión tomada en la otra esquina del planeta, quizás. Y que dependemos de todo y de todos, porque ya nada, o casi nada, depende de nosotros.

Todo esto pensaba, a última hora de la tarde, en un Nueva York que he encontrado más ruidoso que nunca. Al concierto de claxons cabreados y al tremendo ulular (¡sí, ulular!) de camiones de bomberos, ambulancias y coches de policía (¿quién fabricará esas sirenas tan agudas, esas bocinas tan broncas?) se suma el espantoso run run de los generadores que alimentan los tenderetes de pretzels y helados. A uno por esquina. Cuatro en cada cruce. Y cada vez más gente habla a gritos por el móvil mientras camina y gesticula a velocidad de crucero.

Y el último invento de Nueva York, el más mortífero: los potentes secadores de manos en los lavabos de restaurantes, cines y teatros. Miles de decibelios para un simple par de manos. Se ahorra papel, me dicen. Se salvan miles de árboles. ¿Y mis tímpanos? ¿No merecen la consideración que se otorga a un fresno, a un tilo o a un tamarindo? ¿Al olmo viejo de Machado, al menos?