BREXITRAÍL (2)

La memoria de la vieja y alegre Inglaterra

Donde el autor casi se estampa con el coche en una adinerada zona rural inglesa en la que nada, ni nadie, tiene menos de 80 años

Cesta de la tienda de productos ecológicos Highgrove, de Tetbury

Cesta de la tienda de productos ecológicos Highgrove, de Tetbury / periodico

MIQUI OTERO

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Si algo me admira de Inglaterra es que puede ser cruel o incluso intolerante, pero jamás maleducada. En este país la gente dice "siento terriblemente molestarle, pero..." antes de pedir una bolsa en el supermercado o que retires el pie con el que la estás pisando en el bus. Incluso el paisaje se nos muestra ordenado, con sus grandes prados como tapetes de billar y sus robustos castaños y sicomoros frondosos haciendo cola (hacer cola, lo decía el escritor cómico George Mikes, es el deporte nacional británico). Hemos alquilado un coche a la salida de Bath, esa postal color vainilla, porque nos dirigimos a los Cotswolds, la arcadia rural de la Vieja Alegre (y profunda) Inglaterra. Estoy por llevar siempre encima una petaca de té. No sería difícil vivir en un lugar tan impregnado de buenos modales que...

-¡Deberías estar fuera de esta jod*da carretera, pedazo de cap***o!

Acaba de rebasarme un Mini rojo con la bandera de Reino Unido estampada en la capota y en los retrovisores. "Es mi primer día -querría disculparme-. Me enseñaron a conducir por el carril equivocado. Maldito mundo bárbaro que maneja un volante a la izquierda y cambia de marchas con la derecha. Solo se conduce bien en Inglaterra y Nueva Zelanda". Rita, mi compañera de viaje en todas las acepciones de la expresión, casi silba el 'Himno de la alegría' para subir mi moral europea.

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La agresividad desaparece cuando alcanzamos Tetbury. Por su calle principal, que nos recibe zigzagueada por banderines de la Union Jack, burbujean señoras con cestas de rafia y señores con americana de tweed. En el mercadillo, libros sobre 'Héroes de Inglaterra', 'Postres de Inglaterra', 'Sillas de Inglaterra' y prendas de ropa de marcas como Stella (McCartney). Hay carteles felices (una abuela sonríe a cámara con la mano en la oreja: "¿Estás lista para un test de audición?") y el producto más vendido es el juego de mesa Animal Bingo ("para una memoria invencible"). En la tienda de productos ecológicos del Príncipe de Gales, Highgrove, puedes agenciarte, por el módico precio de 300 libras, un cesto de mimbre que contiene un paquetito de trufas y una botella de champán, junto a una invitación para visitar la residencia rural de ese miembro de la realeza célebre por aforismos tan elegantes como "querría ser tu Támpax". En un escaparate de jerséis artesanales de críquet, ese juego medieval que ofrece seis lanzamientos por turno, se anuncia: "Seis bolas hacen un 'over', ¡ocho bolas hacen un pullover!".

En el Continente, solo habla del tiempo quien debe cruzar dos palabras en un ascensor. Aquí, sin embargo, la cháchara meteorológica es síntoma de civilización. Bill Bryson explica en su libro de viajes 'Notes from a small island': "Hay nociones que aceptas cuando llevas un tiempo en Gran Bretaña. Una es que los veranos británicos solían ser más largos y más soleados. Otra es que el equipo de fútbol de Inglaterra no debería tener problemas con Noruega". Dos abuelitas llevan media hora hablando de esta mañana con chubascos:

-Bonito día, ¿verdad?

-Precioso, mira qué nubes más lindas, ¿no es cierto?

-Verdad, tienen forma de liebres, pero la clave está en aquel rayo de sol, ¿no crees?

-Les da un simpático color púrpura, corrígeme si me equivoco, ¿no?

Quiero meterme en esa conversación. Mi padre mira el parte meteorológico como si fuera la clasificación de Primera División y Galicia, un equipo modesto (un sol en la zona gallega es un motivo de triunfo por lo que tiene de gesta; una nube con lluvia, también, por lo que tiene de reafirmación). Mis veranos infantiles han transcurrido en la costa de Lugo, un microclima de nube y niebla perennes donde cuando sale el sol quiere decir que: a) ese sol es de tormenta o b) tanto sol no puede ser bueno.

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En los pueblecitos de los Cotswolds viven estrellas del pop, políticos 'tories' y aristócratas con mil apellidos engarzados con guiones. Martin Amis habla en su novela 'Lionel Asbo' de una ciudad típica obrera "donde nadie -ni nada- tiene más de sesenta años". Bien, en los Cotswolds nada, ni nadie, tiene menos de 80. Y, sin embargo, qué motivo de dicha que poblaciones tan antagónicas votaran por el Brexit.

En la librería Tetbury Old Books, ojeo un tratado de ornitología inglesa mientras presencio esta conversación:

-Te pago con estos... Espero que sirvan –dice el marido, mostrando unas libras del banco de Escocia.

-De momento, claro –añade su mujer.

-Si no, tengo billetes limpios de la Reina –añade el hombre con una sonrisa.

-Té, necesito té –dice el dueño, con pinta de Papá Noel afable.

El matrimonio escocés muestra su preocupación por la salida de Reino Unido de la UE. El librero parece empático: está "un  poco consternado" con "todo el proceso" y admite que "hay gente por allí arriba que trabaja de verdad". Lo dice como los racistas afirman que tienen un amigo "de color".

-Nos preocupa que nuestra hija no pueda estudiar en Europa... -dice la mujer, sin descongelar su sonrisa.

-Bueno, siempre pueden enviarla a Australia –al librero se le ha esfumado la paciencia, pero no la sonrisa-. Té, necesito una buena taza de té.

Cuando enfilamos la salida de Tetbury, entiendo lo que dice Kingsley Amis en su novela 'La suerte de Jim': "La verdad sobre la vieja y alegre Inglaterra es que fue el periodo menos alegre de nuestra historia. Solo los aficionados a la cerámica artesanal, la agricultura orgánica, la flauta de pico...".  Unas zarzas de la cuneta se vengan de mi pensamiento arañando espirales en la puerta de nuestro coche alquilado y casi pierdo la vida en la siguiente rotonda. El GPS me susurra que gire a la izquierda. Añade que me mantenga dentro del carril izquierdo.