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Silvia Marsó brilla experimentando una montaña rusa de emociones en el drama '24 hores de la vida d'una dona'

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Eduardo de Vicente

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¿Cuántas veces en nuestra vida ha habido un día que nos ha marcado para el resto de nuestra existencia para bien o para mal? Cuando conocimos o perdimos a alguien, cuando nos enamoramos, cuando el azar decidió nuestro futuro profesional... Esta premisa es la que marca el nuevo espectáculo de Onyric-Teatre Condal, 24 hores de la vida d’una dona, que supone el feliz y esperado reencuentro con la actriz catalana Silvia Marsó 24 hores de la vida d’una donaque, desafortunadamente, hemos disfrutado muy poco por aquí, y que también ha producido este espectáculo.

Se trata de un musical que tuvo un gran éxito en Madrid y que ahora puede verse en versión catalana, tan solo hasta el 25 de noviembre, en Barcelona. Está basada en una novela de 1927 del austríaco Stefan Zweig, el autor de la magistral Carta de una desconocida, llevada en varias ocasiones al cine. En ambas, el escritor demuestra que sabe diseccionar como nadie el alma femenina. Sus protagonistas son mujeres fuertes, valientes, que se arriesgan pero que también son capaces de desmoronarse ya que el corazón manda sobre sus actos y no siempre reaccionan como espera la sociedad.

Una atmósfera apagada que transmite tristeza

El escenario aparece cubierto por unas largas telas blancas que ocultan el mínimo mobiliario utilizado que más adelante se desvelará. Los tonos son oscuros entre grises y marrones. La iluminación es tenue, con luces amarillas en los momentos más íntimos que se torna en blanca cuando conviene destacar algo. La atmósfera que se crea, a la que contribuye el humo, es deliberadamente triste, un preámbulo de lo que veremos. Todos los elementos nos hacen intuir que la historia nos conducirá hacia un desenlace fatal.

A la izquierda, tres músicos (piano, violín y violoncelo) acompañarán a los actores. La partitura es funcional e intemporal. Germán Torres es el primero en aparecer y hará de una especie de demiurgo, que mira desde la distancia a los otros dos personajes con algo de superioridad, ironía y escepticismo y que también interpretará otros roles complementarios. El tono de su potente voz contribuye al efecto.

Un baile sensual representa su pasión

Marsó aparece con un abrigo, un bastón y un velo que impide ver bien su rostro. Es una anciana aristócrata que nos explicará ese día que marcó su vida y la cambió para siempre. Ella rondaba los 40 años, acababa de enviudar y conoció en el casino de Montecarlo a un joven jugador (Marc Parejo) al que intentó ayudar y con el que vivió un breve encuentro amoroso. Precisamente, el mejor momento de la obra es el baile entre ambos que consigue transmitir por medio de una coreografía sensual esa atracción y pasión mutua.

A la mañana siguiente cambia su vestido negro por otro rojo, le canta a la felicidad sin pensar que el destino puede mover sus hilos, hacer que todo se tuerza y sea incapaz de ver la realidad por mucho que la tenga frente a sus ojos. Silvia Marsó brilla con luz propia ya que se enfrenta a un reto dificilísimo ya que debe reflejar con su actuación una montaña rusa de sentimientos: amor, dolor, ilusión, decepción, alegría y, por supuesto, tristeza. Ella es el motor del montaje e hipnotiza al público con cada una de sus expresiones.

Una heroína con la que es fácil identificarse

La obra interpela en varios momentos al espectador, destaca por la belleza de su vocabulario, siempre elegante y respetuoso con sus personajes. Los actores miran por instantes al público al que convierten en cómplice y denuncian los prejuicios sociales acudiendo al absurdo de que la sociedad juzga a los demás y dicta sentencia sobre su comportamiento, pero, a su vez, también es juzgada.

El montaje provoca una gran identificación con su protagonista, esa mujer que te hace sentir compasión, intentas comprenderla y te gustaría abrazarla y darle ánimos. Decirle que todo va a ir bien… En el fondo es otra gran heroína avanzada a su tiempo y, por ello, desorientada como una Anna Karenina o una Madame Bovary, unas rebeldes que nunca fueron lo que los demás esperaban de ellas porque intentaron trazar su propio camino. Y en ello tiene gran parte de culpa Silvia Marsó que transmite la vulnerabilidad dentro de la fortaleza de su personaje. Su interpretación, tan intensa como contenida, es de las que marcan una carrera y hace que nos demos cuenta de lo mucho que nos hemos perdido durante todos estos años de ausencia. Le deseamos lo mejor a esta estupenda actriz, pero también que no se vaya muy lejos porque necesitamos verla más a menudo.