OPINIÓN

El genio en el laberinto

RAFAEL TAPOUNET

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Una de las cosas más maravillosas de la música pop es que los caminos para llegar hasta un artista pueden ser tan diversos como inesperados. Y deliciosamente retorcidos. Yo llegué a Prince, una de esas superestrellas planetarias de las que se dice que cambian las reglas del negocio, a través de una banda barcelonesa de pop psicodélico y culto 'underground'. Por supuesto había oído aquí y allá canciones de ese extravagante artista de Minneapolis al que llamaban genio (imposible no hacerlo si tenías orejas en los años 80), pero, con la bendita arrogancia de la adolescencia, no le presté la menor atención hasta que mi grupo favorito grabó una canción que, decían, se parecía a una de Prince. Conmoción.

La canción, '18º sábado amarillo', daba título al segundo elepé de Los Negativos y, vaya, sí, era innegable, tenía algo de 'Purple rain'. La melodía, el arreglo de piano, la batería… Si mis ídolos locales, como tantos de sus contemporáneos, se arrimaban a la sombra de Prince, ¿iba yo a darle la espalda? Se imponía, pues, un viaje a ese planeta. Y tuvo recompensa, claro: la exuberancia apocalíptica de '1999', el cegador brillo pop de 'Purple rain', el pastiche psicodélico de 'Around the world in a day' (ahí están 'Raspberry Beret' y 'Paisley Park', y por ellas pasamos por alto lo insustancial de buena parte del álbum), la ambición desmedida de 'Sign o’ the times'...

La producción de Prince en los años 80 es sencillamente abrumadora (la década fue suya, como dijo David Bowie) y justifica por sí sola todos los panegíricos que su muerte ha suscitado. Luego vinieron las turbulencias de los 90, la guerra con Warner, los cambios de nombre (a cual más alienígena), las decisiones extrañas, los discos irrelevantes... Manifestaciones de una personalidad obsesiva que se diría decidida a perderse en una trayectoria cada vez más inaprensible. Un laberinto en el que muchos ya no nos atrevimos a entrar y del que Prince no acabó nunca de encontrar la salida.