EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica de 'Patria': El muerto, muerto queda
La novela de Fernando Aramburu supone su obra más ambiciosa sobre el tema de las víctimas de la violencia en Euskadi
Domingo Ródenas de Moya
DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
Al nacionalismo, como a toda ideología esencialista, le disgustan los matices y las medias tintas: se es o no se es, 'tertium non datur'. Y cuando esa frontera discriminatoria define los territorios impalpables del ellos y el nosotros, la sociedad donde eso ocurre se corrompe moralmente. Esa adulteración de la vida vecinal y familiar la retrató con coraje ético y acierto literario Fernando Aramburu en los cuentos de 'Los peces de la amargura' (2006) y en la metaficción 'Años lentos' (2012), pero era evidente que, con todo y ser libros espléndidos, constituían aproximaciones a esta obra mayor que es 'Patria'.
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La novela penetra en las entrañas tumorales de la sociedad vasca, en la acción corrosiva del fanatismo, en su capacidad para destruir el pensamiento racional y deshacer el más robusto vínculo de amistad; 'Patria' escarba en el estremecedor dogmatismo que reclama sumisión y sangre, en la grieta movediza que divide y fractura una comunidad, en el ejercicio inhibitorio de una maldad consentida, en la complicidad del silencio. Aramburu no ha querido dejar fuera de su foco narrativo ninguna posición (de ahí el proteísmo coloquial de su narrador, que asume todas las voces) ni ningún aspecto de esa sociedad enferma, y por eso están aquí los curas que melifluamente alentaron los crímenes, las herriko tabernas como clubes de promoción de la violencia abertzale, el rechazo perverso de los familiares de víctimas, lo mismo que aparecen los policías chulescos o las torturas en el cuartel de Intxaurrondo o los efectos de la política penitenciaria de dispersión geográfica. Y aun siendo fiel a esa compleja maraña de circunstancias, la novela rehúye la equidistancia y distingue con claridad entre victimarios y víctimas, entre quien detona los explosivos y quien ha perdido su vida haciendo la compra en Hipercor.
POR UN MALENTENDIDO
Para ofrecer este panóptico novelesco, Aramburu ha centrado su relato en dos familias, la de Bittori y Txato, y la de Miren y Joxian, unidas por una amistad antigua que se erosiona cuando aparecen rumores y pintadas que acusan al Txato de traidor. Que el motivo sea el no pagar a ETA la suma que le impone como impuesto revolucionario y que todo sea un malentendido apenas es una ironía siniestra. Desde el principio sabemos que el Txato fue asesinado y que su esposa Bittori y sus hijos Xabier y Nerea tuvieron que marcharse del pueblo como si, en lugar de víctimas, fueran reos de algún ignoto delito. Miren radicalizó sus convicciones abertzales desde que su hijo Xose Mari ingresó en ETA, en tanto Joxian, atenazado por la cobardía, no osa discrepar del acoso que sufre su amigo Txato. Sus otros hijos, sin embargo, Gorka y sobre todo la admirable Arantxa, han logrado desprenderse de las cadenas de fanatismo materno y de la mansedumbre de su padre y no vacilan en calificar de criminales a quienes, como su hermano, han sembrado de cadáveres la supuesta lucha por Euskal Herria. Todo eso lo sabemos en los breves capítulos que alternan escenas del pasado y del presente, cuando ETA ya ha anunciado el abandono de las armas y Bittori ha decidido volver a su casa de siempre, al pueblo del que la expulsaron, y exigir por carta a Xose Mari, en la cárcel y miembro del comando que mató a su esposo, que le pida perdón. Nada más que eso, perdón, para morir en paz.
Aramburu ha hecho lo que nadie se había atrevido a hacer aún: una novela sobre las víctimas sin componendas ni reservas.
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Desde Moscú hasta Vladivostok, artículo de Olga Merino
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