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Navidades con Sinatra

RAMÓN De España

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Llevaba yo dos Navidades fugándome a Nueva York

-ciudad en la que, no sé muy bien por qué, siempre soy muy feliz-, pero esta vez me entró un pronto pusilánime y me quedé en casa: puede que estuviera algo harto de pasar frío, congelarme las orejas, caminar con la nieve hasta el tobillo o resbalar sobre el hielo (la costalada que me di el año pasado cruzando el puente de Williamsburg fue de abrigo). Como no podía ser de otra manera, empezaron a acumularse esas incidencias propias de un fin de ciclo que algunos confundimos con señales inequívocas de un apocalipsis inminente: los internautas radicales, colectivo que rivaliza en arrogancia y cinismo con el de los controladores aéreos, se salió con la suya en lo de la ley Sinde y podrán seguir robando a mansalva; Carmen Balcells se desprende de su archivo como si tuviera un gran futuro a la espalda; Jorge Herralde le vende Anagrama a su amigo Feltrinelli; CNN+ cierra sus puertas mientras su empresa madre -que tanto hizo por la democracia, o eso aseguraba- cae en manos del siniestro Silvio Berlusconi...

Como ya es tarde para salir corriendo a mi querida Nueva York, opto por traerme a casa el espíritu de la ciudad, que representa como nadie alguien que, por cierto, nació al otro lado del Hudson, en la pequeña localidad de Hoboken, en 1915: el gran Frank Sinatra. Sus mejores discos, los que grabó para el sello Capitol en los 50, se encuentran ahora en la FNAC al muy razonable precio de 7,95 euros. Yo me hice con tres hace un par de semanas (In the wee small hours, Where are you? y No one cares) y no escucho otra cosa desde entonces: Frank hace mucha compañía en estos tiempos convulsos y, como decía Gato Pérez, no hay nadie que le iguale a la hora de cantar canciones ajenas como si fuesen pedazos de su vida.

Dicen que mucha gente se siente sola en estas fechas, pero ahí está Sinatra para consolarles. Observémosle en la portada de No one cares (1959), en la barra de un bar, más solo que la una, rodeado de personas felices, sin tomarse la molestia de quitarse el sombrero y la gabardina, fumando y bebiendo, sumido en la melancolía... Si logramos olvidar que se cepilló a Ava Gardner y se pegó la vida padre, veremos a un amigo, un hermano, un semejante.