EL ANFITEATRO

"¿Es muy surrealista, ¿no?"

Carles Santos, el músico que había bajo los pliegues de la exuberancia escénica

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Rosa Massagué

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‘Tristan und Isolde’ se interpretaba el lunes en el Liceu y algunos asistentes llegaban al teatro consternados. Poco antes de que empezara la representación circuló la noticia de la muerte de Carles Santos. Luis López de Lamadrid, que fue director del Festival de Peralada, recordaba la colaboración con el músico. Roger Brufau, responsable de programación de L’Auditori, se refería a la presencia del artista en aquella institución. Montse, mi vecina de asiento durante ya tantos años en el teatro de La Rambla, conoció la noticia durante el primer entreacto de la ópera de Richard Wagner y regresó desazonada a su butaca.

La consternación y la desazón eran obligadas. Santos ha sido una de las grandes figuras artísticas de este país, tan grande que todo le quedaba estrecho, ya fueran el piano, la música, el teatro o el cinePodía pasar de Johann Sebastian Bach a John Cage con toda tranquilidad. Fue un gran intérprete de ambos como también lo fue de Arnold Schönberg y de Karl Heinz Stockhausen, compositores cuya difusión aquí se la debemos en buena parte.

De su larga creación artística en la que conjugaba siempre varias artes escénicas se han destacado obras como ‘Beethoven, si tanco la tapa… què passa?’ (1982), ‘La pantera imperial’ (1997), ‘Sama, Samaruck, Samaruck Suck Suck’ (2002) o las últimas, ‘Patetisme il·lustrat’ y ‘Esquerdes parracas i enderrocs’. Era un hombre de teatro musical total. Sin embargo, el excelente músico que era quedaba muchas veces escondido en los pliegues de su exuberancia escénica.

Dos ejemplos permiten calibrar el valor de Santos como el gran músico que era. Uno es ‘L’adèu de Lucrècia Borja’ (2001), obra que antes de ópera fue cantata y que como tal se estrenó en L’Auditori de Barcelona en un acto de la Xarxa d’universitats Institut Joan Lluís Vives. La obra, con un libreto de Joan F. Mira, había sido un encargo de la Universidad de Valencia para celebrar la bula de Alejandro VI con la que se creaba aquel centro en 1499.

En su versión original como cantata para cuatro voces (soprano, mesosoprano, barítono y tenor), orquesta y coro se puede apreciar los numerosos recursos musicales y referencias utilizados por el compositor, y la forma en que daba los pasos para saltar de la tonalidad a la atonalidad. Esta ‘Lucrècia Borja’ muestra al compositor en estado puro. Luego vendría la versión escénica con la que se inauguró el Teatre Fabià Puigserver, la sede del Teatre Lliure en Montjuïc. Eso sí, Santos, como en todo, ejercía un control absoluto. En este caso, además de compositor era el director musical y el escénico.

El otro ejemplo parece contradictorio, pero no lo es. Se trata de la dirección de escena de ‘Il barbiere di Siviglia’, la celebérrima ópera de Gioacchino Rossini, en el Festival de Peralada del año 2000. Lo que hizo Santos fue poner la música en escena, hacerla bailar, dar movimiento a prácticamente todas y cada una de las notas de la partitura en un ejercicio de una brillantez y frescura extraordinario. No fue una puesta en escena convencional, pero fue algo que solo puede hacer quien tiene un profundísimo conocimiento musical, tan profundo como el suyo.

Hace un montón de años Santos y la artista Àngels Ribé aparecieron por casa con la intención de fotografiar grandes hormigas que se suponía corrían por el campo. No recuerdo cual era el objetivo del safari fotográfico, posiblemente era para una obra conceptual de Ribé. Lo cierto es que el muy particular sentido del humor de Santos hizo que el tiempo transcurrido no borrara el recuerdo de aquella excursión campestre. El personaje dejó a mi padre boquiabierto y cuando los buscadores de hormigas ya se habían ido dijo casi con incredulidad: “Es muy surrealista, ¿no?” Sí, era el surrealismo de alguien a quien, como recordaba el amigo Xavier Cester, la palabra genio le quedaba pequeña.

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