CRÓNICA
La mirada de Dios
La Iglesia de la Protecció de la Mare de Déu, el templo ortodoxo más veterano de Barcelona, acoge desde hace casi 40 años un taller donde se enseña a pintar e interpretar iconos
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA Merino
Asistir a la liturgia en un santuario ortodoxo resulta una experiencia emotiva incluso para el no creyente. El resplandor de las lámparas votivas, el aroma del incienso y la salmodia de los cánticos invitan a alejarse de la feria de vanidades que es el mundo. En la parroquia de la Protecció de la Mare de Déu (Aragó, 181), el templo ortodoxo más veterano de Barcelona, los oficios se celebran en domingo, y buena parte de las tablas expuestas en las paredes son obra del artista rumano Neculai Saftiu*.
En unas dependencias anejas a la iglesia, fundada en 1972 y dependiente del Patriarcado de Serbia, se ubica el taller donde Saftiu enseña a pintar iconos, símbolo por excelencia del cristianismo oriental, mientras el padre Martí Puche, un catalán que abrazó la religión ortodoxa porque sintió que le acercaba a la fe primitiva, ayuda a interpretarlos desde el punto de vista teológico.
«Uno de los rasgos característicos del icono es la perspectiva inversa, con la que se pretende unir la realidad humana con la divina», comenta el pintor nacido en la región de Bucovina. En este tipo de perspectiva, herencia de la tradición pictórica de Bizancio, las líneas del cuadro convergen hacia fuera y envuelven al espectador; podría decirse que es Dios quien observa al que mira. El canon occidental, en cambio, ha buscado crear la ilusión de espacio tridimensional desde Giotto y el arranque del Renacimiento: en la perspectiva lineal, las paralelas confluyen hacia un punto de fuga imaginario en el horizonte, como raíles en una planicie infinita.
La paleta rehúye los colores estridentes. Se pinta sobre madera, al temple, con pigmentos naturales disueltos en yema de huevo, agua y vinagre. Las aureolas que rodean las cabezas se colorean con pan de oro. «Lo dorado representa la luz increada, la luz más allá de la luz porque es Dios», explica el arcipreste Martí.
No inventar, sino copiar
El iconógrafo no ansía la libertad individual del artista, sino la fuerza de la divinidad para hacer de mero transmisor. De hecho, apenas se conocen nombres de pintores de iconos en la Antigüedad, puesto que no solían firmarlos: se consideraba que Dios era el artífice. «Como artistas, no podemos inventar, sino copiar –agrega Saftiu–.
No podemos cambiar la vestimenta de los santos ni los colores y, si en el fondo del cuadro aparece, por ejemplo, el monte de los Olivos, nos circunscribimos a lo que de él dicen las escrituras». El pintor debe ajustarse unas directrices prefijadas que recoge la Hermeneia (enseñanza), una codificación del arte sacro bizantino que el monje Dionisio de Furna, del monte Athos, compiló en el siglo XVIII. En una ocasión que recibió un encargo para pintar a Sant Eudald, mártir que no aparece en el códice ortodoxo, Saftiu tuvo que leerse varias hagiografías para dilucidar su vestimenta y rasgos físicos y plasmar al pie de la letra el tormento que padeció.
El taller de iconografía fue fundado al mismo tiempo que la parroquia. Cada año, una media docena de alumnos aprenden en silencio los secretos de una práctica que tiene tanto de manifestación artística como de experiencia espiritual.
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