LUGARES LEJANOS PARA LARGARSE Y NO VOLVER (2)

Volver a empezar en Australia

Entre 1945 y 1990 llegaron a Australia cinco millones de europeos, con especial presencia de británicos, irlandeses, italianos y griegos. Y la segunda generación, dice un amigo catalán del cronista, "ya se siente australiana" 

La bahía de Sidney

La bahía de Sidney / periodico

XAVIER MORET

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Estar en las antípodas ayuda. Y también que haya canguros, koalas, ornitorrincos y otros animales raros. Australia es, en definitiva, un buen lugar para iniciar una nueva vida. Al ser grande como Europa, tiene la ventaja adicional de que puedes elegir entre distintos paisajes y climas: de los fríos bosques de Tasmania a las selvas tropicales de Queensland, pasando por la bella bahía de Sydney y por la dureza del Outback, el gran desierto de tierra roja.

Australia es un país habitado por solo 23 millones de personas (¡y 40 millones de canguros!) que funciona con una mentalidad a medio camino entre Inglaterra y Estados Unidos. Circulan por la izquierda, pero cuentan en kilómetros, la moneda es el dólar australiano, pero les encanta el cricket, tienen ranchos estilo Far West, pero se citan en el pub para beber cerveza.

“Este es un país de pioneros, como América”, me contó Víctor, un catalán que emigró allí hace ya años, “pero la ventaja es que aquí no rige la moralidad yanqui de todo por el trabajo. Aquí trabajamos lo justo y sabemos disfrutar de la vida. Además, aquí no hay clases sociales y nadie te pregunta qué hacías antes de venir aquí”.

Si no te lo preguntan es quizás porque los primeros pobladores de Australia fueron convictos. La primera flota, con 775, llegó de Gran Bretaña en 1788, y siguieron muchas más, hasta llegar a los 160.000 enviados a esta tierra lejana para vaciar las abarrotadas cárceles inglesas. La consecuencia es que hoy en Australia nadie se atreve a hurgar en el árbol genealógico.

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Después de los convictos vino la fiebre del oro, a partir de 1851. Llegaron entonces muchos chinos, aunque a partir de 1901 la Immigration Restriction Act fijó la política de White Australia. Solo admitían europeos, por lo menos hasta 1973, cuando el Gobierno aceptó a refugiados de Vietnam.

Para explorar los encantos que ofrece la gran isla, es bueno empezar por Sydney, una ciudad de cuatro millones de habitantes que en un 80% viven en casas con jardín. La bahía, el edificio de la Ópera y las cercanas playas de Manly y Bondi juegan a favor de esta ciudad de postal.

Bondi es paraíso de surfistas, pero es también la primera advertencia de que la naturaleza en Australia no siempre es amable. Las rejas sumergidas que impiden la llegada de tiburones y las piscinas excavadas en la roca (para poder bañarse lejos de las fuertes corrientes) son un aviso. En otras partes del país aún es peor, ya que hay cocodrilos, medusas asesinas y serpientes venenosas, tal como pregonaba Cocodrilo Dundee.

Dicen las estadísticas que entre 1945 y 1990, cuando las autoridades abrieron la posibilidad de inmigrar a todos los europeos, llegaron a Australia cinco millones de personas, con especial presencia de británicos, irlandeses, italianos y griegos. “Lo bueno de aquí es que la segunda generación ya se siente australiana”, me contaba mi amigo Víctor.

Pude comprobarlo en el Spanish Club de Sydney, fundado en 1962 en un céntrico edificio de ocho plantas. “Los jóvenes ya no vienen”, me confesó un antiguo socio. “Solo quedamos los viejos”. El club les venía cada vez más grande, hasta que en noviembre de 2013, cargados de deudas, no tuvieron más remedio que vender la sede y trasladarse a un local más discreto.

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En 1958, gracias a un acuerdo entre los gobiernos de Australia y España, se montó la Operación Canguro, que atrajo a 18.000 españoles a las antípodas. En España había miseria y paro, mientras que en Australia había trabajo. Vino después la Operación Petra, que reclutó mujeres para que pudieran casarse con aquellos españoles.

Muchos encontraron trabajo en la construcción, en las minas o en las plantaciones de caña de azúcar de Queensland. Y allí siguen como felices jubilados. “Nosotros suspirábamos por volver, pero no era fácil viajar allí”, me contaba Carmelo, un gallego nostálgico. “España quedaba cada vez más lejos y nuestros hijos ya son australianos”.

Un amigo que piensa emigrar a Australia para iniciar una nueva vida, me pidió hace unos días que le recomendara un lugar lejos de todo. El pobre sale de una dura crisis y supongo que quiere ponerse a prueba. Cuando descartó Sydney y Melbourne, le hablé de Broken Hill, advirtiéndole que es una ciudad minera del Outback con escasos encantos. Para que desistiera le dejé una copia de 'Priscilla, Reina del Desierto'.

Al día siguiente me llamó entusiasmado. “Es justo lo que necesito”, me dijo para mi sorpresa. Yo le expliqué que cuando estuve allí me agobiaba pensar que el siguiente tren para Sydney aún tardaría cinco días en salir. Al segundo día ya estaba harto del desierto. Pero no hubo manera. A mi amigo le encantó la película y argumentó que cuando se sienta en el culo del mundo siempre podrá ir al pub del Palace, ese antiguo hotel que sale en Priscilla en el que un pintor nostálgico pintó en las paredes escenas con ríos y cascadas para que los clientes olvidaran que están en el desierto. Para rematarlo, pintó en el techo una reproducción de la Venus de Botticelli, quizás para olvidar que Europa también queda muy, muy lejos.

Y mañana: El rey de la Patagonia