Canciones protesta y de combate

El libro '33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta' recorre el vínculo de la música popular con las causas colectivas

El cantautor Woody Guthrie, en una foto de principios de los años 40.

El cantautor Woody Guthrie, en una foto de principios de los años 40. / periodico

JORDI BIANCIOTTO / BARCELONA

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Esta “historia de la canción protesta” no arranca con una imagen épica, un himno coreado por las masas en actitud de exaltada comunión, sino con la lánguida imagen de Billie Holiday cantando en un club de Nueva York, ante una audiencia perpleja, a los “extraños frutos” que daban los árboles del sur, los “cuerpos negros mecidos por la brisa sureña”. Una pieza sinuosa, 'Strange fruit', que el judío y comunista Abel Meeropol compuso en 1937 impresionado por la foto de dos hombres negros ahorcados en Indiana, pone el pórtico siniestro a una obra que recorre el diálogo de la música popular con las causas colectivas, el compromiso social y político, la indignación y, sí, la protesta, palabra fetiche que en los años 60 etiquetó a una generación de cantautores folk.

Pero este libro caudaloso, 946 páginas, escrito por el británico David Lynskey, publicado ahora en castellano por Editorial Malpaso, desborda los clichés de los trovadores en pie de guerra asociados a una época y concluye que la mirada airada, de denuncia o revolución, está intermitentemente asociada a la música desde aquel canto amargo de Holiday hasta las canciones modernas de Rage Against The Machine, Steve Earle o Green Day, a través, por supuesto, del folk norteamericano, pero también del soul, el reggae, el punk o el hip-hop. En uno de los apéndices, el autor amplía la lista de canciones citadas en el libro con otras de músicos que raramente asociamos al imaginario de la protesta, como los 'indies' Stereolab, los creadores de 'hits' Pet Shop Boys o el esteta pop Rufus Wainwright.

Relato no complaciente

Son 33 capítulos asociados a otras tantas canciones, en los que Lynskey reconstruye con sutileza el contexto de cada una de ellas, rastreando su origen y motivación, interpretando su mensaje y valorando su incidencia. Se acerca a ellas en parte como un historiador pero sin pasar por alto la valoración artística. Así, no se le caen los anillos al afirmar que el icónico Joe Hill, a quien reconoce como el primer cantante protesta de Estados Unidos, “no compuso grandes canciones”, aunque “llamaban la atención”. El mismo Pete Seeger consideró “poco estimulante” la melodía de 'This land is your land', respuesta en clave popular de Woody Guthrie a la épica de 'God blessed America', de Irving Berlin, si bien acabó reconociendo que “dio en el clavo” en su “extraordinario” último verso: “Esta tierra se hizo para ti y para mí”.

El lector está avisado desde el principio de que este no va a ser un relato complaciente con el hecho de crear canciones comprometidas. Una de las tres citas que Lynskey elige para encabezar la obra, de Phil Ochs, puede sonar provocativa: “Por mal que pueda sonar, casi prefiero una buena canción favorable a la segregación que una mala favorable a la integración”. Aunque, buenas o malas, las composiciones que giran en torno a la tensión racial constituyen una poderosa, constante, fuente de alimentación del libro.

En otro momento del texto, a propósito de Bob Dylan y de su no deseado papel de profeta y portavoz generacional, el autor alude al contraste entre la intención incómoda de las canciones de protesta y el contexto de adulación en la que pueden ejecutarse, conciertos en los que el público “sabe cuándo reír, cuando vitorear y cuándo abuchear”. Para un artista, indica, “puede resultar difícil que una canción concebida con cierto riesgo se vea amansada y sepultada bajo ese consenso de autosatisfacción: nosotros lo comprendemos. No somos como ellos. Estamos todos en el mismo bando”.

Figura no anglosajona

Quizá por eso, a Lynskey  parece impresionarle la figura de Víctor Jara, el único protagonista de la obra que no procede de un país anglosajón o situado en su órbita (en la que cabe situar al nigeriano Fela Kuti y los jamaicanos Max Romeo y Linton Kwesi Johnson). Jara encara una pureza en su rechazo a la comercialización de la canción contestataria y la creación de ídolos: rechazaba incluso la etiqueta de canción protesta, a la que podríamos atribuir connotaciones infantiles, y prefería la más expeditiva de “canción revolucionaria”.

Los escenarios se suceden en los 33 capítulos, de los albores de la lucha antirracista norteamericana (hay que mencionar también 'Mississippi goddam', de Nina Simone) al neoconservadurismo de la era Reagan ('Exhuming McCarthy', de REM), a través del pacifismo de 'Give peace a chance' (Plastic Ono Band), la revolución no televisada de Gil Scott-Heron y la música discotequera que clamaba por la liberación gay encarnada por Carl Bean ('I was born this way'). Y de ahí hasta Green Day y su ambivalente 'American idiot', y ese “Yes we can”, de Obama, convertido en canción por el rapero will.i.am. “No todas las canciones que aparecen en el disco son artísticamente valiosas, pero muchas lo son”, advierte al principio el autor. Podrán ser más o menos buenas, pero todas son importantes.