Un eterno candidato al Nobel

Las mil caras de John Banville

John Banville, el pasado mes de febrero en Madrid.

John Banville, el pasado mes de febrero en Madrid.

BEGOÑA ARCE / ELENA HEVIA
LONDRES / BARCELONA

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Imposible saber lo que el Príncipe de Asturias, que a las alturas en que se dé el próximo mes de octubre podría pasar a ser Princesita de Asturias, ha premiado exactamente al distinguir a John Banville (Wexford, Irlanda, 1948), porque en su interior se esconden no pocas personalidades. La primera e indiscutible es la del más grande escritor irlandés vivo -con el permiso de William Trevor- y el mejor estilista de la lengua inglesa, alguien que elabora su sinuosa prosa a conciencia y a mano. Luego está su alter ego, su «hermano gemelo idiota» como le gusta llamarlo, Benjamin Black, con el que ha firmado novelas policiacas, que es un artesano preocupado por la claridad expositiva capaz de teclear sus novelas en el trasbordo de dos aviones. Pero ni siquiera el carácter aparentemente sencillo y accesible de Black está libre de complejidades porque como tal ha firmado un excelente pastiche chandleriano, La rubia de ojos negros. También es un respetado y exigente crítico literario -lo que siendo escritor a su vez le ha granjeado más de un enemigo- e incluso ha firmado algún guion de cine, como Albert Nobbs, a las órdenes de Rodrigo García, el hijo de García Márquez.

De todas formas, la persona que atiende al teléfono de su domicilio en Dublín es una sola, irónicamente alegre porque sus lectores españoles y el premio le han demostrado que en España tiene una reputación mayor que la que goza en su propio país. «Estoy encantado con este reconocimiento y me siento muy orgulloso, por supuesto». Para el autor, de quien el jurado ha destacado su capacidad para la  «reflexión sobre los secretos del corazón humano», escribir es algo tan natural como la propia respiración. Le sobra tanta energía artística cuando aborda sus novelas serias -y ahí están las extraordinarias El mar, que le valió el premio Booker y le puso en primer término del panorama internacional, Los infinitos o Antigua luz-  que se ve obligado a desbordarse en historias de género, a imitación de su querido Simenon. «He estado escribiendo durante medio siglo y así voy a seguir. Es una manera de aprender todo el tiempo y siento que ahora, cuando tengo sesenta y muchos años, es cuando estoy empezando a saber escribir».

Banville nació en Wexford, un pueblecito del que suele decir que no intentó aprenderse los nombres de las calles porque quería salir de allí lo más deprisa posible. Se crió casi como hijo único porque sus hermanos ya eran mayores y pronto, como acabaría haciendo él mismo, se marcharon de casa. El relámpago que marcó su vocación vino con la lectura de los cuentos de Dublineses de Joyce y el posterior intento de imitarlos en la vieja máquina de escribir de su tía. Pero no solo eso: por aquellos años también desechó convertirse en pintor. No quiso ir a la universidad porque allí, decía, no le iban a enseñar nada. Optó por la vida y el periodismo, siguiendo el ejemplo de Graham Greene, que solía decir que el mejor trabajo para un escritor era ser editor de cierre en un periódico, porque te permitía escribir durante el día. En 1970 apareció su primer libro de relatos y se convirtió en un domesticado novelista irlandés, un poco costumbrista, «La lengua irlandesa es muy poética -dice Banville intentado dar una explicación a por qué hay tantos buenos escritores en su país- e incluso ahora seguimos sintiéndonos extraños en la lengua inglesa y eso es porque continuamente estamos examinándola». De la etiqueta irlandesa, el autor acabaría desembarazándose con una serie de biografías universales y literarias de científicos entre las que se contaban CopernicoKepler y La carta de Newton, en las que ya se apreciaba lo que va a acabar siendo su férreo control del lenguaje. En 1997, con la salida de El intocable, el gran pope de la crítica George Steiner lo saludó como el novelista inglés más inteligente. Diez años antes su novela El libro de las pruebas le había consolidado dentro de su país, un consenso que se  amplió fuera de las fronteras británicas con El mar, que muchos consideran su obra maestra.

Muy discreto con su vida privada, reacio a admitir que en algunas de sus novelas podrían filtrarse episodios autobiográficos -«Cuando me levanto de mi escritorio, todo lo que escrito se vuelve ajeno»- Banville tiene cuatro hijos de dos matrimonios distintos. Su primera esposa, Patricia Quinn, fue directora del Consejo de las Artes de Irlanda y la actual, la norteamericana Janet Dunham, le ha obligado a viajar periódicamente a Estados Unidos, algo a lo que él se resiste porque es uno de esos raros autores irlandeses -nada que ver con los trasterrados Joyce o Beckett- que no conciben estar alejados de su país y adoran su mal tiempo y su lluvia permanente.

FIESTA Y RESACA / Desde el otro lado del hilo telefónico, Banville habla de Irlanda, de sus espejismos de progreso rotos por la crisis: «Hemos sufrido mucho y vamos a seguir haciéndolo, pero al mismo tiempo hay algo bueno en lo que ha ocurrido. Hemos madurado. Hemos tenido diez años de fiesta y ahora viene la resaca. Hemos admitido que somos nosotros los que hemos causado los problemas que tenemos por nuestra avaricia y nuestra estupidez».

Pero hoy toca celebrar el premio, recordar los buenos ratos de tantos viajes a España, acordarse del Quijote, que por fogoso y por soñador bien podría ser irlandés, e ir a celebrarlo en un buen restaurante de Dublín con los amigos. «No nos va a faltar una botella de vino español».