CRÓNICA TEATRAL

Un 'ibsen' de lujo en el Lliure

El director Julio Manrique y su gran equipo vuelan muy alto con 'L'ànec salvatge', un drama poco conocido del dramaturgo noruego

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JOSÉ CARLOS SORRIBES

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Qué lujo. El de la versión que ha hecho Julio Manique con un extraordinario equipo, en todas sus áreas, de 'L’ànec salvatge', obra estrenada en 1885 del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, uno de los referentes de la dramaturgia moderna. Porque solo con el primer acto del montaje, el espectador de la sala grande del Teatre Lliure puede ya sentirse recompensado por haber pagado su entrada.

En ese arranque, a lo largo y ancho de la gran caja escénica de la Fabià Puigserver, Manrique ya convierte este drama psicológico en un festival. Magnético, elegante, arrollador, atmosférico, hay ecos del mejor teatro europeo que hemos visto los últimos años (por ejemplo, esa amplitud escenográfica de Ivo van Hove, estrella de los últimos Grec) como los había de la compañía británica Complicité en el aclamado 'El curiós incident del gos a mitjanit'. Aprender, inspirarse, seguir la pauta que marcan los grandes siempre es una vía plausible. Y sí se hace como aquí, el bravo es obligado.

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Porque Manrique ha levantado de forma magistral una pieza de Ibsen muy poco representada y conocida. Un obra de transición entre el teatro realista y el simbolista de Ibsen. De amargura que hiere y en la que dibuja cómo el idealismo puede llevar a la catástrofe. Esa búsqueda de la verdad tendrá efectos trágicos, y 'L’ànec salvatge' viene a ser como la vuelta del calcetín de 'Un enemigo del pueblo', con otro individuo (el doctor Stockmann) enfrentado a una comunidad corrupta.

SECRETOS DE FAMILIA

Ibsen cambia en este texto de carril y alerta de los riesgos de la «fiebre de justicia» o de desvelar asuntos turbios de familia. «No hay libertad en el secreto y la mentira», sentencia el idealista Gregor (Pablo Derqui), embarcado en una cruzada en la que, además, intenta expiar sus propios demonios interiores: una malsana relación con el padre y la pérdida de la madre.

Todo el caudal subterráneo que desembocará en la tragedia ya se deja entrever en ese principio genial, en el que Gregor asiste a la boda de su padre, Werle (Andreu Benito), con una joven sin escrúpulos, Soerby (Miranda Gas). Allí, en una fiesta que vive sin entusiasmo, se reencontrará con un viejo amigo, Hialmar (Ivan Benet). Este le cuenta su modesta vida, junto a su mujer Gina (Laura Conejero) y su hija Hedvige (Elena Tarrats). Son pobres, pero felices. Gregor, sin embargo, descubre que la dicha encierra un secreto del pasado que no puede quedar sin descubrir. Una obsesión tan enfermiza como peligrosa.

GRANDES MANO A MANO ENTRE DERQUI Y BENITO

Manrique lleva con mano maestra una trama amarga en un entorno que no conviene remover a riesgo de que todo salte por los aires. La pieza coge vuelo con los excepcionales Derqui y Benito en unos mano a mano que cortan la respiración. La música del piano de Carles Pedragosa crea la atmósfera precisa, como las canciones que interpretan el propio Pedragosa, Miranda Gas o la maravillosa Elena Tarrats, una adolescente que deslumbra desde que aparece y que le roba la escena a cualquiera. Lluís Marco –como el entrañable perdedor Ekdal–, un gran Jordi Bosch –el doctor Relling que aplica la «mentira vital» como antídoto para no afrontar la verdad– y el polivalente Jordi Llovet completan un soberbio elenco.

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Puestos a poner alguna pega, quizá Manrique lleva la segunda parte a un terreno demasiado volcánico, más propio de un entorno mediterráno que nórdico, en el que la desesperación de Ivan Benet se desboca en exceso. Nada que emborrone, sin embargo, un montaje de obligada visión y ya convertido en uno de los imperdibles de esta temporada.