EL PEOR VERANO DE MI VIDA / 1

El humor de Jetulio Escarcha

Nacido en Manlleu, en 1967, y filólogo de formación, experimentó el éxito con sus primeros libros de cuentos pero se tomó casi siete años de trabajo para escribir su primera novela, 'Maletes perdudes'. En el relato de hoy, un gracioso convierte en un infierno un viaje en autocar por las dos Castillas.

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Jordi Puntí

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El viaje tuvo lugar en 1988, cuando yo contaba 21 años, y en esa época aún no existían las cámaras digitales. Un día me di cuenta de que no deseaba guardar ningún recuerdo de esas vacaciones. Entonces cogí la Kodak y abrí la trampilla de la caja de par en par, con ganas, para que entrara la luz y velara todas las fotografías del carrete que llevaba gastado.

La aventura (por decir algo) que habrían resumido esas fotos era un viaje organizado en autocar por las dos Castillas. El primer destino era Madrid, donde visitaríamos la ciudad, y desde allí realizaríamos excursiones diarias. El Escorial, Segovia, Ávila, la Granja… Cada día volveríamos a la capital para pernoctar. El plan tenía buena pinta, sobre todo porque me salía gratis. Unos meses antes, durante el Mercat del Ram de Vic, había participado en el sorteo de una agencia de viajes y mi boleto había resultado ganador. El regalo era para dos personas y, como no tenía novia, invité a un amigo de la facultad que se declaraba admirador delLazarillo de Tormes.

El autocar llevaba a unas 40 personas, la mayoría parejas. Mi amigo y yo éramos los más jóvenes. Como suele suceder, entre todos formábamos una amplia representación de la sociedad: estaban el tímido y la dicharachera, el sabelotodo y la dominadora, el bonachón y la simpática, el viudo salido y las solteronas altivas. Mi amigo y yo, supongo, nos otorgamos el papel de jóvenes rebeldes y nos sentamos al final del autocar.

Salimos temprano, a las seis de la mañana, y el inicio del viaje debió de alertarme, pues sucedieron dos hechos importantes. Acabábamos de dejar atrás los Tres Molinos, en la Diagonal, cuando un señor rumboso se levantó, habló con el guía y el conductor y acto seguido tomó el micrófono. Allí estaba, el bromista del grupo. Tras unas palabras de bienvenida, se presentó: «Soy Jetulio Escarcha, fabricante de celosías. Pero no soy celoso, ¿verdad que no, Antonia?... Antonia, por favor, ¡deja de ligar con el señor de al lado y atiende!». Tras este primer chiste, se dedicó a elogiar la ruta turística que haríamos y, para convencernos, dijo seriamente: «Es el cuarto año que hago este mismo recorrido. Me encanta».

El segundo percance que vivimos fue todavía peor. Cuando nos acercábamos al peaje de Martorell, de repente mi amigo soltó un grito de dolor y empezó a doblarse en su asiento, agarrándose el vientre como si le fueran a salir las tripas. Todo el mundo se dio la vuelta. El bromista se calló un segundo y luego hizo su mejor intervención. Con voz histérica preguntó si entre el pasaje –dijo «el pasaje», lo juro– había un médico. Por supuesto que lo había, un dermatólogo retirado que dictaminó que mi amigo sufría una apendicitis.

Nos detuvimos en el área de servicio de Martorell y un equipo de la Cruz Roja le atendió de inmediato. A pesar de que yo quería acompañarle, mi amigo insistió en que continuara sin él. «Tráeme una daga de Toledo», fueron sus palabras.

Ese mediodía visitamos el Monasterio de Piedra, donde comimos, y al anochecer llegamos a Madrid. En el hotel se habían hecho un lío con las reservas y resultó que les faltaba una habitación individual. Entonces el guía se me acercó y me pidió por favor si me importaría compartir mi habitación, ya que mi amigo había causado baja. Qué remedio, le dije, y así fue como Jetulio Escarcha entró en mi vida. «Gracias por adoptarme, campeón», me dijo dándome la mano. «¿Y Antonia?», le pregunté yo cuando subíamos en el ascensor, todavía sorprendido. «Ya he dicho antes que no soy celoso…». Esa noche, justo antes de rezar un avemaría en voz alta y taparse con las sábanas, me aclaró que era soltero, y que por muchos años.

Cuando pienso en la Meseta española, me acuerdo de Jetulio Escarcha. No me lo quité de encima en toda la semana, su presencia fue una maldición constante. Esa simpatía ilimitada, su forma de contar los chistes como Eugenio, empezando siempre con «el saben aquel...». En alguna ocasión incluso pidió mi ayuda al micrófono. A su lado, la visita al Escorial fue una mortificación. En Toledo, los vendedores de las daguerías cerraban las puertas al ver al «catalán ese que viene cada año». Lo peor fue la visita al Valle de los Caídos, un lugar siniestro que él convirtió en un infierno aún peor. Sus chistes sobre Franco y su tumba ponían la piel de gallina.

Cuando nos despedimos, al final del viaje, me pidió mi teléfono y le di un número falso. «Te llamo un día y te cuento el secreto de mi éxito… El secreto es que no hay secreto, ja, ja…». Luego le perdí la pista y solo supe de él otra vez, años más tarde. Un día, leyendo EL PERIÓDICO, me encontré con que había escrito una carta al director. Se quejaba de que el diario siempre daba noticias tristes, y firmaba: «Jetulio Escarcha, humorista de la calle».

He dicho antes que no guardo fotos del viaje. Es mentira. En Segovia, mientras degustábamos un cochinillo delicioso en un restaurante, un fotógrafo me inmortalizó junto a Jetulio y, para no quedar mal, no tuve más remedio que comprar la foto. Todavía la guardo, como punto de libro de las poesías de Santa Teresa (las compré en Ávila). Se me ve rollizo, satisfecho, con los carrillos brillantes, ataviado con una servilleta blanca, y lo que más me horroriza es que a su lado parezco feliz.