Marta Sanz: descorrer el telón

'Farándula', el premio Herralde de Marta Sanz, es un texto de construcción muy literaria pero muy legible

Marta Sanz, ayer, en Barcelona.

Marta Sanz, ayer, en Barcelona.

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

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¿Es un escritor como un atleta, dotado por la naturaleza para correr más rápido o saltar más alto? ¿Son el don del lenguaje y la imaginación su rapidez y su impulso? No. A Usain Bolt no podemos exigirle sino que rompa marcas imposibles, pero a un escritor que pretende que le lean miles de ciudadanos hay que exigirle que sea capaz de reflexionar por qué y para qué. Marta Sanz viene dando respuesta a esas cuestiones desde que 'La lección de anatomía', reeditada hace un año con enjundioso prólogo de Rafael Chirbes. Las razones de su escritura se desprenden de cada una de sus novelas y todas apuntan en dos direcciones, una artística (el cuestionamiento de los formatos y las rutinas asumidas dentro del repertorio recibido) y otra abierta a la realidad social, la de todos los costosos días. Y no es solo ahí donde la escritora ha cifrado el sentido de su obra (o el sentido que para ella tiene dedicarse a hacer literatura en el siglo XXI), sino en un lúcido ensayo, 'No tan incendiario' (2014), donde varias veces sostiene que es preciso "interrogar a la literatura desde dentro e indagar sobre sus límites, pero también hablar del precio de las patatas" y, por tanto, asumir la capacidad "de nombrar y de intervenir en el mundo".

Esa poética política es la que sustenta 'Farándula', que, siendo un texto de construcción muy literaria pero muy legible, dirige su artillería (que la hay) hacia el mundo de los actores, hacia la solidaridad convertida en mercadotecnia, hacia la cultura del espectáculo para embotamiento masivo.

No hay rastro de conformismo en esta novela y sí mucha irritación, incluso en el estilo, todo en beneficio de una fuerza narrativa más directa. La elección del gremio de los actores como ámbito de la trama no es gratuito porque ellos viven de impostar voces ajenas, como los escritores, y cargan con la responsabilidad de gestionar una popularidad inmensa y, en consecuencia, de ofrecer o no comportamientos, si no ejemplares, sí cívicamente éticos.

Como nada es fácil, y menos el oficio de comediante (que se lo digan a esa pareja de actores, Fito y Mari, que sobreviven en un cuchitril de Carabanchel), Marta Sanz despliega una escala de situaciones en las que cabe la posibilidad de la acción solidaria y empuja a sus personajes dentro de ellas. Estos personajes pertenecen a tres generaciones de actores, la vieja gloria Ana Urrutia, olvidada en su angustiosa ancianidad, la diva Valeria Falcón, que la visita una vez por semana, y la yogurina Natalia de Miguel, protegida por la Falcón y elevada al Parnaso del famoseo no por su arte dramático sino por su participación en un cutrísimo 'reality show', signo de los tiempos.

Como actriz consagrada y aspirante, Valeria y Natalia recuerdan la Bette Davis y Anne Baxter (o Margo Channing y Eve Harrington) de 'Eva al desnudo' de Mankiewicz, película de la que ambas preparan una versión teatral. El papel del crítico Adsison DeWitt lo hace el galán maduro Lorenzo Lucas, cuya carrera no es comparable con la de otro examante de Valeria, Daniel Valls, ganador en Venecia de la copa Volpi e instalado en la suntuosa plaza de los Vosgos.

Fama y notoriedad, amnesia e influencia, capacidad y voluntad para atender al desvalido son asuntos que conciernen a los actores, a los escritores y a quienes ostentan espacios de visibilidad social, aunque en ocasiones el compromiso adopte la ensimismada forma de una escritura ("siempre es un modo de ensimismamiento") en la que se piensa por otros y en otros, como la de Valeria Falcón o la de Marta Sanz.

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