Análisis

Esperando lo inevitable

Un fotograma de 'La carretera', dirigida por John Hillcoat en el 2009.

Un fotograma de 'La carretera', dirigida por John Hillcoat en el 2009.

NANDO SALVÀ

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Que la humanidad se dirige inexorablemente hacia la autodestrucción es algo que sabemos como mínimo desde que, en agosto de 1945, los petardazos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki popularizaran la imagen de una enorme seta de llamas y humo trepando solemne y aterradoramente hacia el cielo. Como confirmó poco después La hora final (Stanley Kramer, 1959), de la guerra nuclear sólo cabía esperar la muerte de todas las especies. Lo mejor, pues, era relajarse y esperar. En todo caso, el fin del mundo es una ansiedad mucho más antigua, tan vieja como la idea de civilización.

Sin embargo, ha sido a lo largo de poco más de la última década que la creencia en el apocalipsis se ha aupado al mainstream de nuestra cultura, convirtiéndose en el proceso en asunto cinematográfico de primer orden. En el período que delimitan el miedo al efecto 2000, por un lado, y el 21 de diciembre de 2012, supuesto último día del calendario maya, por otro, la cultura popular se ha intoxicado de ese miedo al juicio final, envalentonada cómo no por el 11-S, y el tsunami del sureste asiático, y el colapso económico mundial, y el accidente nuclear de Fukushima. Poner imágenes a la destrucción del planeta, decimos, nunca antes había estado tan en boga.

De hecho, hemos sido testigos de tantas invasiones alienígenas, tantas hordas de zombis y tantos cataclismos naturales que esas amenazas han dejado de representar nuestras zozobras. En estos tiempos inciertos, necesitamos un cine apocalíptico en el que creer. Por eso, en lugar de los meteoritos y las olas gigantes que han dado trabajo a los héroes de Hollywood hasta hace poco, ahora el fin del mundo lo encarnan planetas llamados Melancolía dispuestos a colisionar con el nuestro, y virus llamados Pánico que se propagan de forma tan destructora como las políticas de Angela Merkel. La enfermedad ideada por los hermanos Pastor en Los últimos días es, como la paranoia que azota al protagonista de Take Shelter

(Jeff Nichols, 2011) --¿quién dijo aquello de que «que yo esté paranoico ni significa que no me persigan»?— o la oscuridad final que engulle a los de El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011), el reflejo de nuestra psique colectiva, perdida y desamparada. A diferencia del cine de Roland Emmerich, aquí no hay equipos de científicos o de políticos que trabajen contra reloj para salvarnos, no hay heroes. Estamos solos, esperando lo inevitable.

Porque, que no nos quepa duda, un día la vida en la Tierra llegará a su fin. El ser humano desaparecerá, dejando atrás solo un espacio vacío que seguirá ahí, inconscientemente, sin nosotros. ¿Por qué insistimos en imaginar ese momento sentados frente a una pantalla de cine? ¿Qué tipo de alivio o esperanza puede proporcionarnos una película como La carretera (John Hillcoat, 2009), terrible demostración de que la muerte de la civilización traerá la muerte del civismo? Tal vez la idea del fin del mundo nos fascine porque es tan grande que, a su lado, nuestros problemas reales son irrelevantes, y por tanto nos sentimos exentos de preocuparnos por ellos; o porque confiamos en que, cuando este mundo podrido sea aniquilado, quedará espacio para un renacer, para una nueva intentona de hacer las cosas bien. Y, aunque no sea así, la visión del apocalipsis debería ser en todo caso un acicate: si todo aquello que nos importa -de la amistad al bocata de calamares, que cada uno haga su propia lista- está condenado a existir solo por un ratito y solo para nosotros, más nos vale darle la importancia que merece.