ENTREVISTA

Kim, de la España franquista a la Alemania de 1963

El respetado dibujante barcelonés debuta en la autobiografía y en la historia larga en solitario con 'Nieve en los bolsillos', novedad del Salón del Cómic

Viñeta de 'Nieve en los bolsillos', de Kim.

Viñeta de 'Nieve en los bolsillos', de Kim. / periodico

Anna Abella

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Kim es hoy uno de los dibujantes más respetados del país, con una brillante carrera que coronaba con el Nacional de Cómic 2010 por ‘El arte de volar’ (junto a Antonio Altarriba), entre otros reconocimientos. Pero en 1963 aún era Joaquim Aubert, tenía 19 años y le faltaba uno para tener que ir a una larga mili franquista obligatoria en aquella “España negra, de la autoridad y el miedo”. Así que, tras la experiencia del año anterior de un viaje a Suecia en autostop, decició partir, con 4.000 pesetas que le dio su madre, vistiendo unos codiciados tejanos –comprados en el único lugar en que se podía en Barcelona, de contrabando en el puerto-, camisa de franela, chaquetón de mercadillo y con un cuaderno de dibujo y unos lápices en la maleta, rumbo a Alemania. Un país que entonces era sinónimo de libertades y de tierra prometida para los emigrantes, donde “más de medio millón de españoles fueron en busca de trabajo” para paliar la miseria de sus familias. De aquellos meses, compartiendo experiencias y “las vidas tan tristes que llevaban” un buen puñado de ellos en un albergue de la zona industrial de Remscheid, Kim (Barcelona, 1941) ha reconstruido sus recuerdos, olvidados durante años, en ‘Nieve en los bolsillos’ (Norma), su brillante debut en la autobiografía y su primera y reveladora historia larga en solitario. 

Por increíble que parezca, buscó libros sobre el tema y no encontró ninguno. “Solo la película de Alfredo Landa ‘Vente a Alemania, Pepe’ (1971), que lo reflejó muy bien”, señala. “La mayoría de españoles no salía del albergue más que para ir a trabajar, para no gastar, ahorrar para mandar el dinero a casa y porque no sabían alemán. Se pasaban el tiempo libre escuchando la radio en castellano. El emigrante español soñaba con volver a su país, sentía añoranza. Los pocos catalanes que encontré iban sin papeles”, cuenta el dibujante de ‘El ala rota’, poco antes del Salón del Cómic, donde firmará ejemplares. “Nunca hablaban de política. Entre ellos nadie sabía si el otro era franquista o antifranquista. Solo un día en que vinieron unos falangistas a dar un discurso muchos empezaron a increparles. La mayoría era pobre gente que no sabía nada de política”, recuerda. Aunque a uno, al que llamaban ‘el fantasma’ y “era facha facha y muy chulo”, le llenaron la cama de nieve...    

Fresco de la España de la época

Al creador de Martínez el Facha le ha salido, “sin querer”, asegura, un fresco de la España de la época, reflejada en las anécdotas y los personajes reales del cómic (prologado por Álvaro Pons). Todos con “historias que no se solían explicar” y que los llevaron a buscarse la vida en Alemania. Desde un abogado valenciano huido “con lo puesto, con una mano delante y otra detrás”, después de que su poderoso e influyente suegro falangista quisiera matarle al descubrir que tenía una amante. Pasando por un cantante y bailarín “al que en su pueblo maltrataban por maricón”, que descubrió la libertad de actuar travestido en Barcelona en locales como el Copacabana; por un padre analfabeto con una hija soltera embarazada, que haría pasar al nieto por hijo propio, o por un desertor de la mili al que habían enviado a la silenciada guerra de Ifni. “Contaba que los militares les lanzaron por error en paracaídas sobre el enemigo y cómo algunos murieron de los disparos. El ejército lo ocultó todo”.      

'Operación almeja rubia'

El viaje significó para el dibujante descubrir una libertad sexual sin tabús a manos de una experimentada alemana -“Yo era muy inocente y aluciné. En verano, en Torroella, con las turistas era tocar y poco más”, sonríe-. También fue así para muchos españoles –que en las discotecas lanzaban la "operación almeja rubia"- y algunas españolas, como las del grupo de 300 de Béjar de un albergue cercano, con las que montaron una gran fiesta, y que estaban ‘controladas’ por un cura muy liberal al que, revela, “asesinaron un año después...”.

Kim y otros cuatro estudiantes eran los más jóvenes. Él, al haberle estampado visado de turista en el pasaporte, solo podía trajabar ilegalmente con empleos conseguidos por pequeñas ‘mafias’ que hacían “sus chanchullos” y pedían un porcentaje del sueldo. “Pagaban mucho por un día, pero allí lo gastabas en seguida”. Tuvo suerte, cuando no tenía trabajo el patrón del albergue, “un buen tipo que había perdido una pierna en Stalingrado, en la segunda guerra mundial”, le permitía dormir y comer a cambio de dibujar. Entre los cuadros que pintó había uno que “no gustaba a nadie”: la cara de una monja muerta. “Fue el primer muerto que vi, de niño, en Torroella de Montgrí”. La pintura cautivó sin embargo al obispo de Colonia, famoso intelectual de la época que visitó el edificio. “Quería comprarla pero se la regalé. Y días después me llegó un sobre suyo con algo de dinero”.

Maletas de judíos

Kim tenía permiso para coger muebles viejos del albergue. Con ellos habilitó su habitación, "la Cueva del arte", que convirtió en punto de encuentro lúdico para otros emigrados. Allí dormía con su amigo Emilio, quien huyó de España porque su padre quería que siguiera sus pasos como militar, y quien le reencontró medio siglo después llamándole a la redacción de ‘El Jueves’. Pero en el sótano, además de tambores con esvásticas nazis, hizo un lúgubre descubrimiento: “Un montón de maletas con ropa y otras cosas pero ninguna identificación ni papel, solo una foto. Era joven y hasta más tarde no pensé que habían pertenecido a judíos deportados”. 

Todas, historias que “nunca había explicado antes” porque dudaba de que la suya "interesara a nadie”. Suerte que algunos colegas le animaron y que la reaparición de Emilio le llevó a rescatar aquellos viejos dibujos que hizo en Alemania. “Eso me hizo recordarlo todo”. Y entonces la nieve volvió a sus bolsillos.