VESTIGIOS DE UNA ERA EXTINTA

Cuando la autovía de Castelldefels era un paraíso del ocio

zentauroepp44806095 castelldefels180902173031

zentauroepp44806095 castelldefels180902173031 / .44806095

Kiko Amat

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El párking está desierto. No se ve un alma en los 'kartings' Minilandia de la Autovía de Castelldefels. En los circuitos vacíos un cartel anuncia orgulloso que el establecimiento lleva "40 años a su servicio", pero su diseño despide un inconfundible aroma a años 80. Otro cartel, tamaño XL, exhibe tan solo el retrato de un caballero de mediana edad y la leyenda "Garantía", sin su nombre, como asumiendo reconocimiento facial. El hombre, quienquiera que sea, tiene una cara peculiar, como una mezcla de Mr. Bean y el cantante de The Knack. La propietaria, Marisa, me informa de que se trata de su marido, Jaime Ampurdanés, excampeón de España de karting, y que la instalación cumple 75 años. "Vienen extranjeros, pero no en masa, como antes, cuando todos los cámpings estaban abiertos", me dice. "Básicamente los clientes ahora son familias de Barcelona y empresas". Una caseta de boletos en desuso luce dibujo de Lucky Luke descascarillado. Tras el 'karting' se ve la montaña de Sant Ramon, y torres eléctricas que sobresalen entre pinedas alopécicas y polígonos industriales.

Regreso al párking que la instalación comparte con el 'after' El Row, cerrado en día laborable. Antes era una discoteca bastante 'trash' llamada Vértigo; yo pinché allí una vez, en 1996, cuando la boda de un amigo. Sobre el terrado de la masía reconvertida puede verse un colosal pulpo hinchable, colocado allí con no sé qué finalidad parrandera. Intento visualizar lo que había en este punto, o sus aledaños, antes de esto. Se trataba de un bar llamado El Cocodrilo Llorón. Tenía una pista de 'roller skate' muy popular, donde la gente patinaba al ritmo de éxitos electro del momento. Cuando yo trabajaba en el cámping La Ballena Alegre, justo al otro lado de la autovía, bebí en su terraza numerosas veces, simulando no mover el pie con el ritmo del '19' de Paul Hardcastle.

La autovía ya no puede cruzarse a lo cafre, por cierto, como era costumbre en 1988. Desde que colocaron la mediana para zanjar lo de los alemanes borrachos que, cada nueva temporada y con asombrosa puntualidad, morían embestidos por camiones, uno tiene que vadear por alguno de los puentes que hay medio kilómetro más adelante. Poniendo mano de visera miro a la otra orilla, la desmejorada torre de ladrillo blanco de La Ballena Alegre y el dibujo del cetáceo sonriente que aún la acompaña.

Ballena, cocodrilo, pulpo... Recuerdo la serie de carteles publicitarios con mascota que solías ver a lo largo de la C-31. Formaban un patrón zoológico: el pulpo de Evinrude, el cámping El Toro Bravo, El Cocodrilo Llorón, los cámpings La Tortuga Ligera y La Ballena Alegre, el pavo de La Pava... Aquellos carteles te arrancaban de la monotonía de un viaje -desde mi pueblo, Sant Boi, al mar- que hoy se realiza en 30 minutos, pero que en 1978 duraba unos seis años, a lo largo de los cuales inevitablemente moría algún miembro venerable de la familia. Eran infancias libres de sobreestímulos, para bien y para mal. Pues esto, ir señalando bichos publicitarios desde los Seat 127, medio groguis por los Ducados paternos, es lo que en 1978 pasaba por diversión.

Hoy los carteles antiguos han desaparecido, junto con los establecimientos que anunciaban. Un mundo perdido: 'boîtes', restaurantes de playa, chiringos y cámpings, nudistas y verbeneros, domingueros y aficionados al 'karting', atascos viales, puticlubs, pinedas inmensas y aroma de paellas. No era Sunset Strip ni Las Vegas Strip, ni siquiera el tramo más cascado de la Route 66, pero el tramo de la C-31 que va desde Ildefons Cerdà a los túneles de Sitges cruzando el delta del Llobregat, fue, desde su construcción en 1954, un paraíso del ocio provincial. En otro siglo, el jaleo estaba aquí. Decido recorrer una ruta C-31 para comprobar qué queda y qué desapareció de aquello. Un paseo por las ruinas, como hacen los turistas en Empúries, solo que serán las ruinas de nuestra infancia y juventud. "Riding back / To where the highway met / Dead end tracks / The ground is now cement and glass", que cantaba Mark Kozelek.

El Silvi’s

Ya no puede accederse a la pirámide maya que en otro tiempo fue la discoteca más famosa de la zona: Silvi’s. Una valla rodea hoy su cadáver agusanado, pero desde mi posición distingo las placas de metal arrancadas de su estructura. Lo de la pirámide no era un rapto lírico: su fundador, Silvestre Falguera, la hizo construir así, con estratificado de pastel nupcial en blanco Castefa y deje inca. Se inauguró el 11 de mayo de 1970, en una velada saturnal, la casa-por-la-ventana, donde tocaron Peret, Lone Star y José Guardiola, entre otros. A lo largo de la primera década de su singladura, Silvi’s fue disco puntera del Barcelonés, y catedral de verbenas y 'reveillones' del Llobregat mediterráneo. Entonces, cuando justo amanecían los ochenta, su propietario regresó de Nueva York enamorado de Studio 54, y emprendió la modernización, mayormente técnica, que convertiría su discoteca en New Silvi’s.

Maribel Montserrat, asidua del local y esposa de Fernando de Traver, 'dj' fijo de esa segunda etapa, del 83 al 94, me cuenta por teléfono que su marido "arriesgaba al comprar discos, era un 'disc jockey' muy especial. Nunca ponía morralla de los 40 Principales. Le gustaba mucho la música disco, el ítalo de calidad, y también el funky, tanto negro como blanco, que en esa época tiraba mucho".  El público de New Silvi’s solía rondar la treintena y estaba compuesto, según Maribel, de "gente de nivel, empresarios de Castelldefels, gente de hostelería y también, claro, muchos guiris de los cámpings de la zona". El ambiente, me dice, era bueno, aunque existía un cierto "choque de clases", pues tanto podías encontrar allí al "megapijo de Castelldefels, como al megagarrulo que venía de una boda en Sant Boi". Carraspeo y pregunto si eso no ocasionaba tiranteces. Montserrat me responde, riendo, que presenció varias batallas campales, con "gente volando por encima de las barras, como en los westerns". New Silvi’s también programaba actuaciones, como "Jordi LP cuando aún no le conocía nadie, Boney M y muchos ítalos". New Silvi’s cambió de manos en 1994, pues su dueño sabía que "estaba proyectada la construcción de un puente de autovía que taparía la discoteca", y que aquello sellaría su fin. No lo fue, exactamente, aunque las nuevas encarnaciones de Silvi’s (ya rebautizada El Temple, la Nau -trasladada desde Molins de Rei- o La Festa) harían inmersión jabata en la subcultura mákina, con el cambio radical de clientela que ello comportaba.

Observando los restos de la desmoronada sala de fiestas, con su pinta inerte de armadillo descompuesto, medio oculta tras un puente gris decapado por el óxido, me esfuerzo por imaginar su cálido interior de asientos enyesados de piedra y ladrillo a la vista. Un colchón abandonado, salpicado de lamparones y acompañado por dos botellas de cava vacías, bodegón mustio de orgía lumpen, ahuyenta aún más los días en que Dolores Vargas presentó el 'Achilipú' ("su nuevo ritmo", según 'La Vanguardia' del 15-5-70). Incluso las prostitutas se largaron. El cuervo muerto que distingo tras unos matojos, así como los aviones, cuyas panzas de iguana cruzan con estruendo el cielo cada tres minutos, son un implacable recordatorio de que cualquier etapa de Silvi’s quedó atrás.

De Toros Bravos, Albatros y Estrellas de Mar

En la otra orilla de la autovía, por el lado mar, se agolpaban los cámpings, ocho de ellos, pegados uno con otro y siempre hasta la bandera de extranjeros y locales. La mayoría de ellos eran propiedad de Modesto Amat, un empresario que se había lucrado con el carbón asturiano, y cuyo capital se multiplicó cósmicamente con el desarrollo de una idea (por aquel entonces de bombero): convertir el fangal insalubre de cañadas, pinos torcidos y mosquitos voraces del delta en centros de acampada de pago como los que había visto en sus viajes por Europa. Aquel centenar de hectáreas abarrotadas de campistas y domingueros aportó a la zona un bullicio que repercutiría radicalmente en el resto de comercios.

El primogénito fue uno de los más chicos, La Tortuga Ligera, no muy lejos de Silvi’s. Hoy ocupan su antiguo emplazamiento una ristra de apartamentos de playa, pero esas escasas 9 hectáreas alojaron en su tiempo un cámping pionero de España. En la primera época, como me recuerda uno de sus antiguos directores, Carles Amat, el cámping se dividía en dos zonas, "el camping como tal y luego lo que se conocía como Baños La Tortuga Ligera, que estaba enfocado a domingueros, y tenía un merendero y algunos equipamientos". Fue allí donde tuvo lugar la que se conoce hoy como la 'verbena punk de la Tortuga Ligera', en 1978, momento seminalísimo de la historia cultural del país.'verbena punk de la Tortuga Ligera', en 1978, momento seminalísimo de la historia cultural del país Un periodista más cursi que yo les diría que si uno aguza el oído aún puede oír la vibración del rock’n’roll entre los pinos, pero no sería verdad. Solo se oyen aviones, chapoteos piscinales y el incesante runrún de los vehículos en la autovía. En cuanto a los demás, cerraron también El Toro Bravo, Cala Gogó, Albatros, Filipinas y La Ballena Alegre. Quedan en pie el 3 Estrellas y el Estrella de Mar, últimos supervivientes de una raza extinta.

Tutan y Tropi, yin y yan

Siguiendo la autovía, en los kilómetros 14 y 16 respectivamente, se hallaban a la sazón dos discotecas que le hacían la competencia a Silvi’s: Tropical y Tutankhamen. El Tutankhamen, 'Tutan' para los amigos, sigue en pie solo en parte: el incongruente armatoste cuya antigua fachada semejaba algún complejo funerario egipcio, con estatuas de faraones y amuleto de escarabeo, que tantos siniestros debió causar en su momento (era imposible no pegarse un susto de muerte al tomar la curva y topar con un templo mortuorio estilo Valle de los Reyes) está abandonado. Cuando aparco delante, un currante está vaciando su vejiga en la valla, así que me toca esperar unos minutos. Completadas sus aguas menores se aleja, suspirando con beatitud, y puedo escrutar lo que queda de la sala de fiestas que Carmen Sevilla inauguró el 22 de junio de 1976.  No mucho, la verdad. La parafernalia faraónica desapareció décadas atrás, cuando se transformó en una discoteca marroquí (Marrakech, que en el 2009 sería escenario de un tiroteo mortal en la puerta), y al poco cerró. Pero ni siquiera en su apogeo y sin asesinatos puede decirse que el Tutankhamen fuese la intemerata. Durante los setenta se decantó a menudo por el espectáculo sexy-erótico (caspa, vamos), y la década de los ochenta la obligó a reconvertirse en disco de barrio con hits-tralla. Hoy es solo un edificio color teja de planta singular en espera de nuevo inquilino.

El Tropical, por el contrario, era la sala de fiestas playera del progre-pijerío tardofranquista. Los rentistas indolentes de la 'gauche divine' condal la colonizaron desde 1964 a principios de los 70, etapa que presenció actuaciones de El Chacho, Joan Manuel Serrat o, ya en 1973, Chavela Vargas. El 'Tropi' era un edificio de lo más chic, con decoración y arquitectura pop-op-costera y unos aires de vanguardia que no se apagarían llegados los ochenta: en 1986 la revista Rockdelux celebró allí su verbena de Sant Joan con lo mejor del momento: Loquillo, 091, La Frontera, Gabinete Caligari, El Último de la Fila y Los Negativos. Una buena onda que se desvanecería a los pocos meses con la visita de los siempre torturables Hombres G. En 1989 se derribó el antiguo edificio (quizás para exorcizar cualquier pestilencia atávica de David Summers y compañía) y pasó a manos del empresario divino Oriol Regás, que lo vio hundirse poco a poco, cual bajel torpedeado. Hoy en día, el Tropical es un restaurante, sin más. Aparente, tal vez, pero sin nada que haga pensar que en su día miembros de Queen o Sade fumaron porros bajo su techo.

La Pava y los pafetos del rocanrol playero

Deshago mis pasos y vuelvo a la autovía, al triángulo de edificios (restaurante, bar, pollería, gasolinera, quiosco) que componen el emporio La Pava. Erigida en 1961, esta área de ocio fue un punto de paso ineludible para las familias playeras del delta. Incluso para el cantante melódico Luis Miguel, que firmó aquí uno de sus primeros contratos, a los quince años. Aquel día, el de la firma, yo no estaba, cosa rara porque mis padres eran asiduos y almorcé allí sábado sí y sábado también. Tenían en la carta una pizza llamada 'Cinco Estaciones', en honor a las cinco paradas de Cercanías que existían entre Barcelona y Castelldefels, así como el equivalente del 'bikini' yanqui en la 'Pizza Atómica', pura hija de la guerra fría, cuyos ingredientes no eran una selección de vertidos nucleares sino prosaicos jamón y mozzarella con huevo en medio.

Tras abandonar La Pava me encamino hacia el mar, unas pocas manzanas más allá, donde podré hallar solaz en cualquiera de los muchos pafetos playa-rockeros que pueblan esta sección del litoral: el Pilufa, el Lido, el Siouxsie, el Costa Rica, el Quijote (alias el Mosquito) ... Por supuesto, no hago nada de esto, porque ninguno de aquellos lugares existe ya. Corrieron la misma suerte que los chiringuitos de la Barceloneta, víctimas de un genocidio urbanístico posmoderno y posolímpico que pretendió borrar todo vestigio de obrerío autóctono de cara a Europa. Hoy el paseo marítimo de Castelldefels es una cosa 'polideta', con sus jardincillos y bancos y chaletitos unifamiliares, ni muy de aquí ni muy de allá, con pinta IKEA y atmósfera de abulia residencial. Ya nunca volveremos a escuchar a The Long Ryders entre paredes enjalbegadas abiertas al mar, con el viento marino en la cara, calculando mentalmente cuantos pasos por la arena podríamos dar antes de que escapara volcánicamente de nuestra boca el vómito de cerveza con tequila. Al menos no aquí.

Ocaso del planeta de los cámpings

La caída de la tarde me pilla con la nariz incrustada en la valla frontal de lo que un día fue el cámping La Ballena Alegre. Me detuve aquí de vuelta buscando mortificar mi carne en un imprevisto arranque de nostalgia pueril. Al otro lado del vallado está el edificio abandonado de lo que era la bulliciosa recepción del lugar. Ahora 'RECEP  ÓN', de hecho, pues dos letras se suicidaron una década atrás. El cámping cerró sus puertas el año 2005, expropiado por AENA como zona de protección aeroportuaria y en teoría destinado a futuras ampliaciones (oh, tan necesarias) del aeropuerto de El Prat, pero quien se hizo con las tierras las dejó tal y como estaban, con patente desinterés. En La Ballena Alegre la naturaleza ha tomado hoy el volante de un modo conspicuo, casi vengativo, y se halla a medio borrar cualquier traza de humanidad previa: la pinaza se amontona donde nacen las paredes del antiguo supermercado, como si buscara engullir el edificio; las raíces de los pinos rompen el asfalto aquí y allá, subiendo a la superficie de un modo que hace pensar en krakens de grabados antiguos. Es todo tan 'El planeta de los simios' que tengo que realizar un gran esfuerzo de autocontrol para no abalanzarme al suelo y, golpeando con el puño el pavimento cuarteado, berrear "¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!".

-Buenas, ¿puedo ayudarle?

Abandono el ensimismamiento alucinatorio y me concentro en la voz que acaba de hablarme. Es un policía nacional, joven, con un pastor alemán cogido de la correa. El perro no ladra, parece amistoso. Están los dos dentro del excámping, hoy pineda distópica ideal para filmes de ciencia ficción deprimente.

-Yo trabajaba aquí -le digo, separándome un paso de la valla- En el cámping. Hace un montón de tiempo.

-El camping está abandonado -me contesta, no particularmente hostil pero firme, justo antes de volverse y echar a andar por la que era la avenida principal- Aquí ya no hay nada.