CRÓNICA
Sílvia Pérez Cruz y Marco Mezquida, en su planeta de música
La cantante y el pianista exhibieron una honda complicidad en el estreno de su alianza en Peralada, viajando de la canción brasileña a Radiohead
Jordi Bianciotto
Periodista
Jordi Bianciotto
El sentido de la improvisación es el carril por el que transita su alianza, han dicho Sílvia Pérez Cruz y Marco Mezquida a propósito del espectáculo que estrenaron este jueves en Peralada. Pero no se trata de un salto sin red ni de una ‘jam’: la expresividad natural y la complicidad fluyen creando parcelas de libertad a través de unas pautas marcadas, un repertorio y una puesta en escena cuidadosamente casuales, donde cada destello de espontaneidad genuina se acoge a un movimiento, una pose y un tono de luz pensados de antemano.
Pero en estas brechas abiertas aquí y allá para el diálogo libre entre la cantante y el pianista es donde les vimos, como dirían Sister Sledge, perdidos en la música: extraviados a conciencia y a placer hasta perder el mundo de vista. Tratándose de Sílvia Pérez Cruz, se diría que la canción es ella misma. En ese punto de confluencia anímica se sustenta una entente fértil y llena de sentido que si bien no presenta composiciones de estreno aporta otros vivos enfoques de piezas retomadas de diversos, muchísimos, proyectos en los que se ha involucrado ella a lo largo de los años. Abriendo y cerrando con el estándar ‘My funny valentine’, de Rodgers y Hart, entonada primero sin letra, como un esbozo adormilado, y recorrida sílaba a sílaba como cierre.
Con pocas palabras
Entre ambos momentos, partituras de origen muy variado, insinuando un hilo conductor con vistas a Latinoamérica a través de la pista lusófona: del contemporáneo brasileño del sur Vítor Ramil (‘Estrela, estrela’) al fado, que no parece un fado, ‘Barco negro’, y que un día interpretó Amália Rodrigues, a través de ‘Asa branco’, de Luiz Gonzaga. Pero, más allá del pentagrama, el espectáculo de Pérez Cruz modulando su oceánico repertorio de modos expresivos, sollozando y haciéndose pequeña y alzándose luego autoritaria, relamiéndose en la sutileza y forzando rizos vocales, a veces un poco pasados de rosca, sobre las inquietas marejadas de Mezquida en los dos pianos dispuestos en escena, uno de pared y otro de cola. “Estamos tan a gusto que decidimos no hablar”, apuntó ella, medio en broma medio en serio, reforzando esa sensación de evasión total en su mundo.
Las canciones para el montaje teatral ‘Cyrano’, como la delicada ‘Ensumo l’abril’, trajeron una Sílvia sentada al piano, instrumento que desapareció en un ‘Niño mudo’ (del repertorio de Quilapayún) en versión ‘a cappella’. Arpegios de vanguardia en torno al poema ‘For a fatherless son’, de Sylvia Plath, y en el bis, un ‘No surprises’, de Radiohead, con piano de juguete. A esas alturas caían ya cartas más reconocibles: de ‘La llorona’ al fetiche familiar ‘Vestida de nit’ y a un ‘Pequeño vals vienés’ (Lorca y Cohen) en la que ella brindó su perfil más salvaje, enredada en sus estrofas “de muerte y de coñac”, y realzando una alianza de recorrido aún por desvelar.
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