'La invitación': el terror y la culpa

BEATRIZ MARTÍNEZ / MADRID

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La vida y las miserias que acarrea pueden convertirse en una fuente inagotable de horror. Los traumas, la insatisfacción, el fracaso, pueden generar monstruos. Monstruos reales que se alejan del elemento fantástico para acercarnos al abismo de la verdadera insania que puede habitar en una sociedad que intenta mantener en el subsuelo la anomalía y que resulta voraz a la hora de asimilar el sufrimiento humano.

En 'La invitación', la directora Karyn Kusama nos adentra en un universo conocido y cotidiano, el de una reunión de antiguos amigos que se reencuentran para ir escarbando poco a poco en las heridas del pasado e ir construyendo a su alrededor una atmósfera viciada y enrarecida dispuesta a explotar en cualquier momento.

'La invitación' es una película que se cocina a fuego lento. Su naturaleza es profundamente incómoda y desasosegante y está llena de detalles imperceptibles que van configurando un espacio sugestivo profundamente perturbador y malsano. La elegancia y la calma de la puesta en escena van revelando en su interior la semilla del dolor y la locura. Y Kusama sabe jugar con los elementos que maneja para llevar al espectador hasta casi los límites del trance experiencial dentro de ese espacio reducido y claustrofóbico en el que late la paranoia y el fanatismo. El dolor, la rabia y la imposibilidad para afrontar la pérdida serán los detonantes para que estalle la violencia. Una violencia desgarradora que nace de la culpa. De la pérdida de valores como metáfora de una sociedad enferma abocada al vacío existencial.