LA VIDA EN VIÑETAS DE JOSÉ GONZÁLEZ, UN REFERENTE DE LA HISTORIETA

La varita mágica de Pepe

Carlos Giménez culmina la magna biografía en cómic del genial dibujante de Vampirella

Pepe González.

Pepe González.

ANNA ABELLA / BARCELONA

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«Es una de las historietas más difíciles, que más trabajo me ha costado y en la que más me he involucrado personalmente de cuantas he realizado en mi vida». Así se sincera el veterano y bregado Carlos Giménez (Paracuellos, Malos tiempos, Barrio, Dani Futuro...) en el epílogo del quinto volumen de Pepe Pepe(Panini), su magna biografía en cómic del singular dibujante de Vampirella, José González (1939-2009), «siempre simpático, agradable y generoso, siempre encantador, siempre deseado, pero siempre solo»; «el genio irritante», como le llamaba Josep Toutain, que veló por él toda su vida y que como editor de Selecciones Ilustradas, la legendaria cantera de cómic de la Barcelona de los 60 y 70, le abrió las puertas del éxito en Inglaterra y Estados Unidos.

«Dudo mucho de que ningún biógrafo se haya involucrado emocionalmente en un personaje tanto como yo lo hice con Pepe», confiesa Giménez, que desde que hace dos años publicó el primer volumen, y tras bucear en sus propios recuerdos de amigo y colega y recabar testimonios directos en 30 cintas grabadas, ha sentido «pena» y se ha emocionado «hasta el punto de llorar», viviendo la vida de otra persona, «llena de sentimientos, fracasos, soledades, éxitos, juventud, vejez y muerte».

La culminación de este extenuante homenaje sobre «posiblemente el artista que dibujó las mujeres más bellas» coincide con la publicación en Planeta DeAgostini, por primera vez juntas, de todas las historietas de la Vampirella de González, aquella sensual, hipnótica e inquietante extraterrestre llegada del planeta Drakulón, que él convirtió en icono y en un modelo para la profesión.

Fueron esas «chicas de Pepe», que todos los dibujantes imitaban y copiaban, las que le abrieron con 15 años las puertas del cómic, cuando llamaron la atención de Toutain dos dibujos a lápiz, de Marilyn Monroe (su ídolo, que reproduciría decenas de veces) y Gina Lollobrigida, en el escaparate de una sastrería. Retratos que ahora la nieta de los dueños, ha cedido como parte de los valiosos apéndices -fotos, dibujos y testimonios- que completan la biografía.

Según Giménez, era «un genio con la pereza del mediocre», con un «talento ilimitado» e innato, memoria fotográfica (podía reproducir personas, objetos o sonidos años después de haberlos visto u oído). «Un hombre lleno de luces y sombras, un artista tan extraordinario como falto de pretensiones y ambiciones, un ser genial que podía haber visto su nombre escrito con letras de oro en cualquier faceta artística que se hubiera propuesto pero que, intencionadamente, siempre caminó en dirección contraria al éxito». Como todo le resultaba fácil y natural, pronto se aburría y perdía el interés.

Sus altibajos, sus deudas, su generosidad sin límite, el abandono en el que se hundió tras morir su madre, el cáncer, su renacimiento, la ayuda de amigos como Toutain (que ejerció de padre y veló por él incluso póstumamente...) y sus anécdotas, como cuando desertó de la mili y se libró del castigo pintando un retrato al capitán general. De todo se hace eco Giménez. Sin embargo, acceder a su obra y a su vida de día no significa conocer la cara que siempre guardó para sí el «cautivador pero inaprensible» Pepe, a quien «le tocó ser homosexual en España en una época en que no era fácil serlo». Era, «Jekyll y Hyde», «que tras una hilera de cubatas» se transformaba en un ave nocturna que se fundía todo lo que ganaba «en cubatas, amistades interesadas, golfos y vividores», cuenta en el prólogo su amigo y colega Manel Domínguez.

Para Pepe, el dibujo era una forma de ganar dinero para vivir sus noches, que empezaban en locales como el Marilyn's -donde se travestía y salía al escenario demostrando su genialidad como showman y cantante, bordando a la mejor Barbra Streisand, Marilyn o Lola Flores- y acababan envueltas en el misterio de las calles. En lo personal era una tumba, ni sus mejores amigos supieron de sus sentimientos -solo le vieron llorar cuando murió Paul Newman- ni de sus amores, si los hubo. «Los hombres que a mí me gustarían son aquellos a los que no les gustaría yo. A mí no me gustan los homosexuales... y los muy machos o tienen novia o ya están casados», decía. Era «demasiado libre e informal» como para tomarse en serio ninguna relación. «Siempre solo sí, pero siempre libre». Y murió solo, en casa y de un derrame cerebral, pero tras convertir el lápiz, como apunta un amigo, «en una varita mágica».