análisis

Aún esperamos el gran espectáculo del siglo XXI

Lady Gaga, pequeño monstruo.

Lady Gaga, pequeño monstruo.

Nando Cruz

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Pianos ardiendo! ¡Vestidos transparentes! ¡Un monstruo con cabeza de piraña y cuerpo de pulpo! ¡Un giroscopio! Aterrizó el martes la gira de Lady Gaga y parecía que una nueva era en el diseño de espectáculos en vivo llegaba con ella. De acuerdo, su música es cualquier cosa menos revolucionaria. Y su discurso, aún menos. Pero la Germanotta venía precedida por una colección de apariciones televisivas, a cual más chocante, donde exprimía sus cuatro minutos ante la cámara con vestuarios delirantes y puestas en escena que desoían cualquier consejo estético. Si el diseño de su gira explotaba tan visceral impulso rompedor, sí podía resultar un montaje único.

Al final, The monster ball tour ha sido otro concierto más de popstar: una hora anodina, media más aburrida, 10 minutos horrorosos y tres o cinco hits apoyados con vistosos números. Poco rédito para la anunciada «primera ópera electro-pop». Que sí fue electro-pop, que sí hubo rastros de ópera, pero que, envuelta en ese aura de gira más allá de lo nunca visto, puso en evidencia que el modelo de concierto de superestrella comercial (el suyo el primero, ya que quiere ser la primera en todo) está francamente estancado.

Es incomprensible que en el ámbito del entretenimiento, donde modas y formatos se suceden a tal velocidad, la música en vivo haya evolucionado tan poco. No el ritual del rock, tan anclado en las ceremonias religiosas, sino los montajes de altísimos presupuestos de Shakira, Beyoncé, Kylie Minogue, Rihanna y compañía. En la era de videojuegos, 3D, pantallas táctiles y realidad virtual, las popstars salen a escena con lo de siempre: decorado cambiante (como en la ópera), cuadro de bailarines (musical) y vestuario predispuesto al escote-y-cacha (music-hall o revista española).

Excepciones, las justas. Madonna intenta ir algo más allá: volando por los aires cual guerrera japonesa (Drowned world tour); rodeada por una cortina circular donde se proyectaba una tormenta (Sticky & sweet tour)... Pero son avances formales dentro de una estructura aferrada a lo de siempre: una sucesión de números coreografiados en cuyos intervalos la cantante se cambia de ropa a gran velocidad. En esencia, eso ya lo vieron nuestros padres con Norma Duval y Toulouse-Lautrec cuando babeaba por La Goulue en el Moulin Rouge.

El concepto no se reinventa

Las popstars siguen presentándose como híbrido de pin-ups y reinonas de music-hall. Prima donnas de un show diseñado como los musicales de hace 50 y 100 años. ¡Beyoncé salió en la última gira de Destiny's Child abanicada por esclavos egipcios! ¿Se inspiró en Aída o en La corte del faraón? El pop más comercial fagocita nuevos sonidos (cada día menos nuevos), los focos se mueven solos y no hacen falta ocho operarios para mover el decorado, pero el concepto no se reinventa. Otros campos del ocio ofrecen experiencias cada vez más inmersivas, pero la música en directo sigue anclada en el siglo XX. O en el XIX.

Casi avergüenza haber pensado, a principios de semana, que con Lady Gaga veríamos nacer una nueva era de los conciertos de popstars.