EL LIBRO DE LA SEMANA
'República luminosa', de Andrés Barba: el río que todo lo oscurece
'Republica luminosa', de Andrés Barbarba, ganadora del premio Herralde, es una novela desoladora
Domingo Ródenas de Moya
Domingo Ródenas de Moya
La infancia puede ser el símbolo de la otredad más siniestra, de lo que parece pertenecer a nuestra esfera más íntima y de repente se revela como perturbadoramente ajeno y amenazante. El cine ha impugnado el lugar común de la inocencia infantil estableciendo otro tópico, el del niño avieso, y la literatura ha explorado el brote de la maldad en esa edad inmadura en novelas como 'El señor de las moscas' (1954) de William Golding. Esta 'República luminosa' con la que Andrés Barba (Madrid, 1975) ganó el último premio Anagrama no surge de ninguno de esos precedentes (aunque ambos subyacen a la historia que cuenta) sino de una relectura de los relatos de claroscuro de Joseph Conrad y de un escalofriante documental polaco, 'Los niños de Leningrasky' (2007), sobre una comunidad de críos de entre 9 y 13 años que sobreviven, abandonados a su suerte, en la estación ferroviaria de Leningrasky en Moscú.
Andrés Barba imagina una ciudad tropical latinoamericana, San Cristóbal, a la que un buen día llega una caterva de niños mendigos y violentos que hablan una lengua incomprensible e invaden las calles, distinguiéndose de los pequeños mendigos indígenas, los ñeê, cuya suciedad y pobreza estaba asumida por los sancristobalinos. Un buen día estos infantes rebeldes se conjuran para asaltar el supermercado Dakota como una horda de salvajes y dejan tras de sí un descomunal destrozo y, trágicamente, dos muertos a cuchilladas, como registran las cámaras del local. Luego se esfuman y ningún esfuerzo por encontrarlos da resultado. O no durante algún tiempo, pero eso lo descubrirá el lector. Estos graves disturbios («altercados» los llama el autor, aunque son más que eso) son recordados 20 años después por el narrador, responsable entonces del Departamento de Asuntos Sociales y, por lo tanto, también de la persecución de los niños criminales. Su relato está trufado de la documentación que generó el caso, desde los artículos de prensa al diario de Teresa Otaño, una niña que no perteneció a aquella hueste pero que se sintió conectada de algún modo con ellos. También se vale el narrador del testimonio de uno de los niños salvajes, Jerónimo Valdés, el único superviviente del grupo y del que acabó siendo tutor legal, si bien la contribución de Jerónimo al esclarecimiento del misterio es insignificante y el misterio permanece irresuelto.
Más allá de una alegoría
La sublevación infantil que inventa Barba y la comunidad primitiva en que parecen organizarse los chavales tienen una obvia significación alegórica que va mucho más allá de negar que la infancia es la edad de la pureza virginal y que compromete nuestra capacidad para la indiferencia ante la desigual distribución de la riqueza en nuestra sociedad. En ese sentido, el río Eré que preside San Cristóbal, con su densa agua lodosa, adquiere también el valor de una metáfora, como demuestra el desenlace argumental. En el tiempo, que es también un río turbio, todo es arrastrado, el amor y la culpa, como le sucede al narrador y como ocurre en la memoria de San Cristóbal con los 32 niños muertos (lo anticipa la primera frase de la novela). Barba ha escrito una novela desoladora sobre la sombría esperanza colectiva, que es la suma de las desesperanzas que tejen con sus dejaciones, culpas y deslealtades cada uno de los seres humanos.
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