NO CALLARÁN

Las lecciones del 'no a la guerra'

Un grupo de activistas que cocinaron la manifestación del 15 de febrero del 2003, la del millón de gritos contra la guerra, explican cómo se organizó, repasan el legado de la experiencia y reivindican la presión social como motor de regeneración.

De izquierda a derecha, cuatro de los activistas que estuvieron en los fogones del 15-F: Esther Vivas, Pilar Massana, Roser Palol y Pepo Gordillo.

De izquierda a derecha, cuatro de los activistas que estuvieron en los fogones del 15-F: Esther Vivas, Pilar Massana, Roser Palol y Pepo Gordillo.

NÚRIA MARRÓN

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David Karvala llegó un día de noviembre a la asamblea de la plataforma Aturem la Guerra con otros compañeros y una fecha-volante. Poco antes, él y otros activistas catalanes habían viajado en 40 autocares al Foro Social de Florencia, encuentro del movimiento antiglobalización celebrado en noviembre del 2002, y de allí había salido la propuesta de celebrar una manifestación planetaria el 15 de febrero contra lo que ya se preveía como inevitable: la invasión de Irak.

El léxico envenenado de aquellos tiempos, recordemos, hablaba deeje del mal, dearmas de destrucción masivay deguerra preventiva.A Karvala, que entonces no era«activista por la paz», se le quedaron«grabadas en la memoria» aquellas caras a las que aún no conocía y que arquearon las cejas cuando se habló del día 15.«¿Un sábado? ¿Un día de compras? Muchos no estábamos de acuerdo»,admite la historiadora y activista Pilar Massana, que 10 años más tarde sigue en laresistenciade la plataforma.«¿Y por qué no en domingo?»«No, no, tiene que ser el 15»,insistía elflanco florentino. Había dudas sobre la fecha y dudas sobre el lugar. ¿Y dónde lo hacemos? ¿En paseo de Gràcia? «Con lo que cuesta llenarlo, ¡podemos hacer el ridículo!».

Pero no. No hicieron precisamente el ridículo. Aquel 15 de febrero, más de un millón de personas parecía que iban a hacer implosionar el paseo de Gràcia. Esa misma jornada, entre 8 y 15 millones de manifestantes se echaron a las calles en 800 ciudades de todo el planeta.«Hay dos superpotencias en el mundo: EEUU y la opinión pública mundial»,certificó entoncesThe New York Times.Pero el gran galón de la plataforma llegó, de forma inesperada, del mismo despacho oval:«La política exterior de EEUU no la pueden marcar los manifestantes de Barcelona»,dijo Bush.

Pero rebobinemos. Aquel día de noviembre, en el pisito de Gran de Gràcia sede del Centre de Treball i Ocupació que durante algunas asambleas posteriores, de puro abarrotamiento, parecía venirse literalmente abajo, confluyeron dos grandes músculos de aquelNo a la guerra:el movimiento anti-

globalización, que había puesto en su agenda la guerra de Irak tras los atentados del 11-S, y los militantes de trayectoria pacifista que habían echado a andar con elno a la OTAN, habían apoyado a objetores e insumisos, y habían señalado la primera guerra del Golfo, las contiendas de los Balcanes y la ocupación de Afganistán tras el 11-S, cuando el mundo aún estaba enshockpor los atentados.

Asamblea a asamblea, de camino al 15-F se fueron sumando otras 250 entidades. Desde la extrema izquierda hasta CiU. Esplais. Escuelas. Asociaciones de vecinos. Okupas. Parroquias. Jubilados. Familias. Ecologistas. Estudiantes. Inmigrantes con o sin papeles. Todos menos el PP y sus alrededores«'Pilar, Pilar, que en la tele hay un programa contra la guerra', me dijo una amiga por teléfono -recuerda Massana-. ¡Eran los Goya! Y allí estaba gente como Fernando León de Aranoa y Javier Bardem diciendo no a la guerra. Aquello, creo, caldeó mucho el ambiente».

Conscientes de ese clima de rabiosocrescendo,la asamblea decidió, 36 horas antes del día F, alargar el itinerario desde plaza Catalunya hasta Tetuan.«Aquello habría sido imposible si no hubiéramos tenido un apoyo institucional tan fuerte -admite Karvala-. Recuerdo que en aquella asamblea una persona dijo: '¡Somos la población y podemos ir por donde queramos!' Yo creo que fue un poco eso».

Trasvase y Nunca MáisEso y, como dicen en el argot del ramo, un ciclo de protestas que habían arrancado en Seattle y que en Barcelona había tenido sus réplicas en la cumbre del Banco Mundial de junio del 2001 y del Consejo de Europa de marzo del 2002. Además del dedo antiglobalizador que señalaba, acusador, al neoliberalismo mundial y la complicidad de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y la UE, por aquel entonces España también tenía su propio orden del día en cuestión de protestas: las tierras del Ebro llevaban tiempo movilizándose contra el trasvase, y el Nunca Máis empezaba a clamar por la desastrosa gestión delPrestige.

«Hubo una acumulación de mentiras», recuerda la activista y miembro de la plataforma Roser Palol.«Había un profundo malestar con las políticas del Gobierno de Aznar, que además apoyaba la guerra con el 90% de la población en contra», añade Esther Vivas, investigadora de movimientos sociales, activista y uno de los muchos eslabones perdidosentre la lucha antiglobalización, la Plataforma Aturem la Guerra y los movimientos sociales marcados por la indignación.«Y todo aquello confluyó aquel día. Recuerdo la sensación de desbordamiento y de ser partícipe de un movimiento que iba más allá de Barcelona. Fue la manifestación más grande de la historia. Aquella coordinación global no la hemos vuelto a ver».

Hace 10 años, las caceroladas, manifestaciones, concentraciones, cadenas humanas, mosaicos yperformances que convirtieron a Barcelona en el epicentro del terremoto mundial contra la guerra de Irak ya fueron diseccionadas hasta el quark por expertos de todos los campos. Los historiadores apelaban al poso revolucionario de la ciudad, mientras que sociólogos y politólogos

se dividían entre los que acusaban al movimiento de plantear un debate poco profundo y los que veían en él una revolución ciudadana, una posible«transición de la democracia representativa hacia la participativa». Era una marea espontánea, sin líderes, y con resistencia a ser absorbida por los partidos.

«Yo creo que supuso una experiencia no siempre reconocida», asegura Karvala, que hoy milita en una de las semillas de la plataforma: la Unitat contra el Feixisme y el Racisme. En el apartado de peros, está el hecho de que no se logró parar la invasión, que llegó, implacable, el 20 de marzo siguiente. Y que el pozo de Afganistán todavía cuenta muertos.«La lucha social no es como apretar un interruptor para encender (o no) una luz», ha escrito Karvala. Su teoría de los hechos: a muy corto plazo, de no haber habido movilizaciones, es posible que«la guerra aún hubiera sido más cruenta».Pero las consecuencias de todo aquello, mantiene, deben mirarse a más largo plazo.«Si se lanza una piedra a un lago se producen olas. Si es una roca, las olas son más grandes, pero si lo que cae es un meteorito, cambia todo el paisaje y sus efectos llegan mucho más lejos». Lo que el meteorito -convertido en «el poso de conciencia» que faltó en la invasión de Afganistán- se llevó al año siguiente por delante, después de los atentados del 11-M, fue al Gobierno del PP, asegura Karvala. «Las protestas habían deslegitimado el discurso de la guerra global y los líderes que la llevaron adelante sufrieron un desgaste mayor del que habían previsto -coincide Vivas-. Tras los atentados quedó claro que las movilizaciones habían servido para desenmascarar las mentiras, y Zapatero se vio obligado a replegar las tropas, aunque fuera por márketing, porque continuó en Afganistán».

«No en nuestro nombre»

Para todos los que cocinaron el movimiento antiguerra, el legado del 15-F no acaba en la reacción ante los atentados de Atocha, sino que aquellas asambleas permitieron que gente distinta que en otros lugares se «habrían sacudido -recuerda con humor Massana-,

llegáramos a acuerdos de mínimos, eligiéramos palabras cómodas para todos». Para pacifistas, para antiglobalizadores, y para representantes de partidos y sindicatos. «Yo creo que eso se nota aún hoy en que en Barcelona -dice Karvala- no hay el cainismo y los problemas que algunos compañeros me cuentan que sí se dan en Madrid».

Más allá del funambulismo léxico, Pepo Gordillo, profesor de Filosofía del Derecho y voz histórica del movimiento pacifista, vindica tres enseñanzas. Enseñanza número uno: que «empoderándonos, luchando, se pueden cambiar las cosas». Enseñanza número dos: que sí es posible protestar pacíficamente, empeño en el que la plataforma «agotó todas las formas de acción». En una ocasión, el propio Gordillo paseó un día Rambla abajo con un mono naranja de preso de Guantánamo. Y legado número tres: que se puso la semilla de ese clásico del

15-M de «no nos representan». «Nosotros -recuerda el profesor- decíamos 'No en nuestro nombre'. Ya entonces empezábamos a percibir que el sistema político hacía agua».

Y así llegamos al juego de espejos entre aquel grito contra la guerra y la convulsión social de hoy. La gran diferencia, claro, es la crisis económica. «Antes decíamos que otro mundo es posible y ahora estamos en un proceso más defensivo: `No me quites la pensión, no me quites el agua, no me quites la casa'», asegura Palol.

La recesión, sin embargo, también ha sacado de debajo de la alfombra la suciedad del sistema democrático. Y si hace 10 años el clamor interno estaba muy concentrado en la gestión del PP, ahora «amplios sectores sociales acusan a los partidos mayoritarios de estar supeditados al poder económico y ponen en cuestión el modelo político de la Transición, con los partidos, la judicatura y la monarquía», asegura Vivas.

La tríada envenenada formada por la gestión de la recesión, los casos de corrupción y las connivencias entre los distintos poderes no está sacando en masa a la gente a la calle, como ocurrió hace 10 años. «Sin embargo -sigue la activista-, la crítica es más profunda y la protesta ha subido el tono y el listón, con actos de desobediencia civil con gran legitimación social como la ocupación de viviendas vacías y bancos». Por cierto, que Vivas es uno de los 20 imputados por ocupar la sede de Catalunya Caixa.

Marc Andreu, periodista, historiador y especialista en movimientos sociales, coincide en que el sistema está «más deteriorado» que en el 2003, pero considera fundamental orientar los prismáticos más lejos, hacia la Transición. «Entonces, los movimientos de base, asociaciones de vecinos y estudiantes, tuvieron un papel crucial en el descrédito de la dictadura pero, a diferencia de ahora, esa convulsión fue articulada por los partidos, que luego, con la Constitución, quisieron convertirse en los únicos agentes políticos junto con los sindicatos y optaron por una democracia representativa muy poco participativa». Y Andreu abre un paréntesis para explicar que con esos antededentes hay que entender la comparecencia en el Congreso de Ada Colau, portavoz de los afectados por la hipoteca, que esta semana «se coló por una grieta del Parlamento para cantar las verdades, explicar la realidad que no se ve desde los despachos y llevar una ley que los diputados no han hecho, avalada por la fuerza de 1,5 millones de firmas y un trabajo de cuatro años parando

desahucios». Cierre de paréntesis.

Y seguimos. «Ahora, a diferencia de los años 70 -afirma-, nadie canaliza ese clamor, el descrédito salpica también a los partidos pequeños y tampoco hay un horizonte de esperanza, como ocurría entonces, a no ser que ese horizonte sea la independencia». Y se explica: la democracia española acusa un fallo multiorgánico. «Uno de los órganos dañados es el modelo de estado. Y aunque la gente que ocupó las plazas y la que salió en la Diada no es exactamente la misma, sí hay interjecciones».

Con problemas para visionar horizontes, ¿hacia dónde caminamos entonces? Aquí el olfato de Manel Márquez, historiador, profesor y fundador de Radio Kaos y Kaosenlared. «Los pesimistas creen que podemos caer en el populismo, en respuestas de extrema derecha. Pero también está la voluntad de mucha gente por cambiar las cosas. Eso sí, la regeneración de los partidos -y ahí está la CUP, y los esfuerzos de IC-V y ERC- solo se conseguirá con gran presión social».